Horus hizo aparecer su escudo y su espada. El acero gélido surgió en sus manos con un brillo cristalino, forjado en la esencia de la escarcha que obedecía a su voluntad. El escudo relucía como una plancha de hielo endurecido, impenetrable y afilado en sus bordes; la espada era una hoja translúcida, fría, que emitía un vapor helado con cada movimiento.
El gigante saltó de la muralla con su gran martillo. Krannon Veyras descendió como un trueno, su silueta monumental recortada contra la luna. El impacto de su aterrizaje estremeció la tierra y levantó una nube de polvo que cubrió el campo como un velo de humo. Caminaba de forma sobresaliente sobre la superficie endurecida, cada paso un golpe que hundía el suelo en surcos profundos.
Con un rugido, arrancó trozos de la tierra con su magia ancestral. Grandes pedazos de roca y fragmentos de suelo se alzaron en el aire, suspendidos como si obedecieran a un titán invisible. Los lanzó con violencia contra Horus antes de alcanzarlo, cada proyect