Atlas no esperó. Apenas recibió el informe del fracaso de sus asesinos, mandó a preparar las catapultas. Su voz resonó en el campamento imperial como un trueno que no admitía réplica. Los ingenieros gigantes, cubiertos de tierra y metal, corrieron a sus puestos. Las máquinas se alinearon sobre la colina, su silueta se recortaba contra el firmamento cubierto de estrellas. Las ruedas de piedra crujieron al girar, los brazos tensos se elevaron, y la orden se propagó con la rapidez de un relámpago.
El titán levantó una mano.
—Fuego.
Las catapultas rugieron al unísono. En lugar de proyectiles comunes, arrojaron enormes esferas de tierra endurecida que, al volar, destellaban con una luz rojiza. Dentro, una nueva artimaña: al romperse, liberarían miles de agujas metálicas, pequeñas lanzas envenenadas destinadas a destrozar a cualquiera que osara proteger el frente. Era una innovación perversa, una mezcla de alquimia y crueldad que solo el imperio podía concebir.
Los proyectiles cruzaron el c