La guerra continuaba. Los asedios del emperador no los dejaban descansar en paz.
Atlas había aprendido los gestos del joven rey y absorbido la lógica del hielo que lo acompañaba. Sospechaba que Horus podía manipular el tiempo; quería comprobarlo con sus propios ojos. Para lograr una visión clara, solicitó la magia de Leighis: la luz de la emperatriz actuaría como lente, como espejo que haría evidente lo que normalmente quedaba oculto. Leighis accedió con profesionalidad contenida; su rostro mostró frialdad, pero sus manos trazaron runas precisas sobre el suelo, recolectando la energía dorada que solo ella podía canalizar.
En la llanura las catapultas y sus tripulaciones se mantuvieron alertas. Atlas alzó la voz y ordenó que atacaran al comandante que se encontraba más cerca de la línea: Calren Vorast. Los arqueros del imperio se alinearon en filas compactas, tensaron las cuerdas y colocaron las flechas con punta de acero y pólvora. Bajo la noche, aquellas puntas parecían aguijones lis