El silencio en la casa Montenegro no era armonía. Era miedo e incomodidad, ese temor profuso que producía la incertidumbre de sospechar que algo andaba mal y, desconocer completamente lo que era. Valeria lo sentía en cada rincón: en la puerta cerrada del despacho, en los pasos apresurados de su padre, en las llamadas que terminaban apenas ella entraba en esa habitación.
Todo en él era sospechoso.
—Papá, ¿qué está pasando? —preguntó una noche, cuando lo encontró en el despacho, con los ojos hundidos de desesperación y las manos temblorosas—. Créeme que he tratado de darte tiempo para que me lo digas, pero ya no puedo esperar.
Él no respondió. Solo deslizó un sobre sobre el escritorio.
Dentro, había documentos que hasta ella misma había firmado. Demandas, pruebas incriminatorias y un nombre que brillaba como una amenaza: Leónid Volkov.
—Lo traicioné —murmuró su padre, sin mirarla. Ella tambaleó, tomó asiento en uno de los sillones frente a su padre en el escritorio—. Pensé que podía sacar un poco de dinero y luego reponerlo para el tratamiento de tu madre. Pensé que podía... y luego reponerlo —dijo, restregando su rostro con las manos en un signo de desesperación. Valeria sintió que el mundo se le derrumbaba.
Leónid no era conocido precisamente por su indulgencia. Ella lo supo en el momento que decidió tener un affaire con su jefe y de un momento a otro la cambió como un billete roto causándole un dolor agudo por la ruptura de lo cual ella pensaba sería un romance de telenovela.
Era el tipo de hombre que no perdonaba una mentira y no olvidaba una traición.
Leónid Volkov no negociaba cuando se sentía defraudado.
Y ahora, su familia estaba en la mira.
—Estas cantidades no son solo “un poco de dinero” papá —reclamó Valeria con voz temblorosa—. Debiste decirme que pidiera un préstamo —sus ojos se cristalizaron al ver a su padre llorar—, esta demanda va a arruinarnos por completo y no sé si mamá lo soporte.
Ocho horas más tarde…
Los titulares no daban tregua, cada uno era más agresivo e insultante que el anterior.
“Empresario acusado de fraude millonario: ¿el fin del legado Montenegro?”
“Deudas, demandas y traición: el escándalo que sacude a la élite financiera”
“¿Podría el magnate Volkov perdonar esta falta de uno de sus empleados más apreciados?”
Valeria los leía cada mañana con el estómago revuelto, como si las letras fueran estacas que se clavaban en el pecho, lo escondía todo de su madre. Las portadas mostraban el rostro de su padre, demacrado, atrapado en una maraña de cifras y mentiras. Lo que antes era respeto, ahora era burla y señalamiento. Se sentía en una montaña rusa de emociones luchando por detener los comentarios, Leónid Volkov estaba de viaje, pero al regresar haría lo que decía en el documento de demanda: cárcel, prisión. Y no preventiva. Él tenía el poder suficiente para llevar a su padre a prisión para siempre.
Las propiedades adquiridas comenzaron a desaparecer para sostener los pagos y las demandas de su estatus social. Primero la casa de campo. Luego los autos. Después, el apartamento de su hermano menor, confiscado por falta de pago. Los aliados de su padre, esos que brindaban con él en cenas de gala, que participaban en los campeonatos de Golf ahora evitaban sus llamadas. Algunos incluso lo denunciaron para salvar su propio nombre.
Valeria intentó contener el caos que la golpeó como una ola gigante. Llamó a sus abogados de confianza, pero la rechazaron diciendo que no tendría cómo pagar sus honorarios porque estaban en quiebra. Vendió joyas, negoció con bancos. Pero cada puerta que tocaba se cerraba con más fuerza que la anterior. Y entonces, su madre recayó con esa enfermedad de los nervios que la azotaba como un látigo haciendo que hasta dejara de alimentarse. Una fiebre persistente, una tos que no cedía, y un diagnóstico que exigía tratamientos costosos.
Valeria se convirtió en enfermera, gestora, protectora… y muro de contención, su agotamiento era tal que, no pasaba bocado.
Su hermano menor, incapaz de soportar la presión, comenzó a meterse en problemas.
Apuestas. Deudas. Compañías dudosas. Una noche, ella lo encontró en la comisaría, con la mirada perdida y los nudillos ensangrentados.
—No puedo más —susurró él, temblando—. No sé cómo vivir con todo esto.
Valeria lo abrazó sin decir palabra porque ella tampoco sabía cómo hacerlo.
En la mañana, la puerta principal se cerró con un golpe seco.
Valeria entró con el rostro mojado por la lluvia y el alma desgastada por la noche en la comisaría. Su hermano caminaba detrás, cabizbajo, con los nudillos vendados y la vergüenza tatuada en la piel.
—No digas nada —murmuró ella, al ver a su madre esperándolos en el sofá con el rostro pálido y los ojos muy abiertos.
Pero antes de que pudiera acercarse, una figura emergió desde una de las esquinas del salón.
—Llegan tarde —dijo la voz, grave, con un tono que cortaba el aire como cuchillas.
Valeria se detuvo en seco, lo vio en todo su esplendor, perfectamente ataviado con su acostumbrado traje de tres piezas oscuro como su alma. Leónid Volkov estaba allí de pie.
Impecable. Inmóvil. Como si el caos de los Montenegro fuera solo un espectáculo que había venido a presenciar.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella, con la voz tensa. Un tic comenzó a palpitar en el lado izquierdo del rostro de Leónid al mirar las manos del muchacho
—¿Qué crees que hago aquí, Valeria? —ella se encogió de hombros disimulando el temblor que recorrió su cuerpo en el momento que la repasó de pies a cabeza.
—No tengo idea, Leónid —responde soltando el aire que retuvo para no asfixiarse.
—Pues decidiendo qué hacer —respondió él, sin apartar la mirada—. Tu familia ha caído más rápido de lo que imaginé —se escucharon unos pasos que llamaron la atención de Valeria—. Pensé que por el prestigio que ostentaban tardarían un poco en destruirlos —el gemido de la madre de Valeria se escuchó como un lamento.
El padre de ella apareció desde el pasillo, con el rostro desencajado.
—Leónid… por favor. Podemos hablar. Negociemos, te pagaré hasta el último centavo.
—¿Negociar? —Leónid soltó una risa seca—. Usted ya negoció cuando me robó. Ahora es mi turno.
La madre de Valeria comenzó a toser. Fuerte. Incontrolable.
Valeria corrió hacia ella, la sostuvo entre sus brazos, pero la mujer se desvaneció como si el peso del mundo la hubiera vencido.
—¡Mamá! —gritó Valeria, desesperada.
Leónid no se movió. Solo observó. Y cuando el silencio se hizo más denso que la lluvia, habló.
—Puedo saldar todas sus deudas. Detener a la prensa y los medios.
—¿Qué? —preguntó el padre, con los ojos abiertos como platos.
—Puedo devolverles la casa, pagar los tratamientos de tu esposa, limpiar tu nombre —el hombre mayor entornó los ojos. Desconfiado. Alerta.
Pero quien preguntó fue Valeria, aún arrodillada junto a su madre.
—¿A cambio de qué?
Leónid la miró intenso, como una fiera antes de atacar su presa luego de haber pasado una hambruna. Como si cada palabra que iba a pronunciar fuera una sentencia.
—A cambio de una boda.
—¿Una boda? —repitió el padre, incrédulo.
—Una boda secreta. Sin prensa y sin testigos. Solo un contrato.
—¿Con quién? —preguntó Valeria, aunque en el fondo ya lo sabía.
Leónid dio un paso hacia ella agachándose para mirarla directamente a los ojos.
—Contigo.
El silencio fue hiriente, desgarrador.
Solo se escuchaba la respiración agitada de su madre, el golpeteo de la lluvia en la ventana… y el latido furioso del corazón de ella casi rompiendo su pecho.
—¿Por qué yo? —preguntó, con la voz quebrada.
Leónid ladeó apenas la cabeza, sin perder la frialdad.
—Porque quiero quitarle a tu padre lo único que aún le queda puro y sin mancha: Tú.
—Eso es cruel, jugar con la desgracia ajena —susurró ella.
—Es justicia Valeria, tu padre no solo me robó. Sino que se burló de mí maquillando la e****a —su aliento calentó el rostro de ella—. Creyendo que no me daría cuenta de ello —miró al hombre con aversión—, solo espero que hayas disfrutado mucho ese dinero porque si tu hija no acepta comerán de la basura, yo me encargaré de ello en persona.
Leónid se levantó ágilmente, Valeria también lo hizo, despacio como si moverse muy rápido pudiese alterar más a su madre. Miró a su familia, a cada uno por separado. Y luego a Leónid, al hombre que podía salvarlos… o destruirlos por completo.
—Déjame pensarlo por favor —dijo, con la voz rota, pero firme tratando de esconder la súplica.
Leónid asintió sin problema.
—Tienes hasta mañana a las cuatro treinta de la tarde.
Y sin más, se dio la vuelta y desapareció por la puerta, dejando atrás un silencio que dolía más que cualquier palabra.