Capítulo 2

Valeria no conciliaba el sueño, en su cabeza solo daba vueltas La propuesta de Leonid Volkov que la perseguía como una voz aterradora que no se apagaba. Su voz gruesa casi distorsionada se repetía en su mente con la misma intensidad que Los relámpagos iluminaban la habitación, la torrencial lluvia golpeaba las persianas como si el mundo exterior también exigiera una respuesta rápida a esa oferta descabellada.

El silencio cubría la casa de los Montenegro como un manto tenebroso que no ofrecía sosiego, solo una pesada tregua se cernía en los hombros de ella. Su madre dormía en la habitación contigua, débil, con la respiración apenas audible. Su padre evitaba el tema, inmerso en la vergüenza, y su hermano se había encerrado en sí mismo, ausente, como si el caos lo hubiera vencido.

Valeria se sentó en el borde de la cama, abrazando sus rodillas. Pensó que debía haber otra solución, que no podía entregarse así, como una mera moneda de cambio. Sus pensamientos la llevaron al pasado: recordó el parque de su infancia, los domingos con su padre empujando el cochecito de su hermano, la risa de su madre. La casa, antes un cuento de hadas con globos dorados y pasteles de tres pisos, ahora se sentía como una prisión, sus pasillos estaban en penumbra y los recuerdos se desvanecían como tinta bajo la lluvia torrencial que se desataba como una premonición.

Un trueno sacudió la noche. Valeria se levantó y caminó hacia la ventana. En las sombras que los relámpagos dibujaban, volvió a ver a Leónid.

Recordó sus encuentros: al principio, solo cortesía; luego, algo más. Ella lo acompañaba a galas, él la miraba como si fuera distinta. Leónid era duro, recio, impenetrable, pero con ella, su genio mermaba; sonreía como un adolescente enamorado. La hacía sentir especial. Entonces llegó la enfermedad de su madre, la desesperación, la decisión de su padre y, finalmente, el fraude. Leónid cambió. La dulzura se convirtió en hielo, la mirada cálida, en amenaza. El hombre que una vez la hizo sentir especial ahora solo quería venganza. Valeria cerró los ojos. El silencio era insoportable, y el precio que debía pagar, doloroso y sufrido, pero valía la pena hacerlo por su familia, por su madre.

***

El amanecer llegó sin ánimo alguno, hoy era el día de la pesadilla. Valeria se levantó como un fantasma, con los ojos secos y la piel helada. Caminó directo al baño, sin mirar el espejo. Al salir, fue a ver a su madre, quien seguía dormitando, con los ojos entreabiertos.

—¿Dormiste algo? —preguntó Valeria, acariciándole la frente depositando un beso en la fina piel pálida.

—No. Pero soñé contigo. Estabas vestida de blanco… y llorabas.

Valeria tragó saliva, incapaz de responder.

En la cocina, el desayuno era silencioso. Su padre hojeaba el periódico sin leerlo. Valeria se sentó frente a ellos con el sobre del contrato en la mano.

—¿Qué implica casarme con él en secreto? —preguntó, rompiendo el silencio—. ¿Qué perderé o ganaré? Ya no lo conozco papá ¿Puedo confiar en Leónid?

Su padre dejó el periódico y la miró como si fuera un enemigo.

—No lo hagas, Valeria. Ese hombre no tiene alma, te va a usar. Y cuando ya no le sirvas… te va a desechará como basura.

—¿Y qué alternativa tengo? —respondió ella, con la voz entre firme y quebrada.

Su madre se incorporó con dificultad.

—No lo hagas mi amor, pase lo que pase estaremos juntos —lagrimas de tristeza se derraman de los ojos de su madre. No puede dejarlos padecer.

—No puedes pedirme esto, la prensa y los medios harán de nuestro apellido un circo. Papá irá a la cárcel —susurró Valeria, con los ojos llenos de rabia —. No puedo permitirlo.

—No te lo pido como madre —dijo ella, con lágrimas—. Te lo pido como la mujer que ya no tiene fuerzas.

Valeria se levantó sin decir más y salió a caminar. El aire frío hacía que le doliera la piel, pero no le importaba. Tenía que pensar en cómo iba a sobrellevar esta locura.

Entró a una cafetería vacía y se sentó en la esquina más alejada. Sacó el sobre, lo leyó, lo memorizó. Luego tomó una servilleta y comenzó a escribir:

—Las reglas que debo cumplir luego de firmar el contrato:

No ceder el control emocional.

No olvidar quién soy.

No confiar.

No amar.

No rendirme.

No había terminado de escribir cuando su teléfono vibró, ya sabía de quien se trataba porque todo a su alrededor se nubló curtiéndose de negro y gris tal como el alma del hombre que se encontraba detrás de la bocina.

—¿Sí? —respondió, sin emoción alguna.

La voz de Leónid era como hielo.

—Hoy, cuatro y treinta en tu casa. Recuérdalo.

—¿Y si no estoy? ¿si no acepto? —preguntó ella, desafiante.

—Sencillo, si no aceptas tu padre irá a la cárcel y tu madre… morirá sin el tratamiento adecuado.

—Eres un monstruo.

—Soy lo que ustedes hicieron de mí.

—Pero yo no te hice nada —gime ya desesperada.

—Pero como ya dije, eres lo más puro y honesto que le queda tu padre y será mío. Para romperlo.

Valeria apretó el teléfono con fuerza. Sus ojos ardían y su pecho dolía, pero su voz fue firme.

—Entonces prepárate, Volkov. Porque si voy a ser tu esposa… seré la herida que nunca podrás cerrar.

***

El reloj marcó las cuatro con treinta. La casa estaba en silencio, como si todos contuvieran la respiración. Un auto se detuvo en el frente de la residencia. Pasos firmes resonaron en el porche.

Valeria se irguió. No temblaba, no lloraba contrario a eso estaba lista. No para entregarse, sino para resistir.

Leónid Volkov entró sin pedir permiso. Vestía un traje oscuro, impecable, con el rostro tallado en mármol. Sus ojos recorrieron la sala como si evaluara una propiedad en ruinas.

—Buenas tardes —dijo, con voz grave.

Su madre bajó la mirada dejando escapar un sollozo. Su padre se puso de pie, temblando.

—Leónid… por favor. No tienes que hacer esto.

Leónid lo miró sin emoción con todo el desprecio y la repulsión que se le puede tener a alguien.

—Ya lo hice. Solo falta la firma. Ya hiciste tu parte Montenegro, me robaste como un vil ladrón —se regodea en la desgracia de quien lo humilló —. Ahora permite que tu hija repare tu porquería.

El padre se acercó a Valeria, desesperado.

—Hija… aún puedes decir que no. Aún puedes negarte. Yo… yo enfrentaré las consecuencias.

—¿Ahora quieres ser valiente? —interrumpió el hermano, con los ojos encendidos—. ¡Después de arruinarlo todo! ¡Después de vendernos!

—¡Basta! —gritó el padre, pero su voz se quebró.

—¡No! —respondió el hermano, con lágrimas—. ¡Valeria no tiene que pagar por tus errores! ¡No tiene que casarse con ese… ese monstruo!

Leónid lo miró, apenas con una ceja levantada.

—¿Monstruo? Qué palabra tan dramática. Yo prefiero “consecuencia”. La que por causa de tu padre están viviendo todos.

Valeria dio un paso al frente. Se colocó entre Leónid y su familia.

—Ya basta —dijo, con voz firme—. No vine a escuchar reproches. Vine a firmar.

Su madre comenzó a llorar en silencio. Su padre se cubrió el rostro con las manos. Y el joven hermano se alejó, golpeando la pared con rabia.

Leónid sacó el contrato y lo colocó sobre la mesa. Valeria lo tomó, lo leyó una vez más, y mientras lo hacía, pensó:

"No soy la niña del parque que jugaba alegre en la arena. No soy la asistente que soñaba con ascensos ni con cuentos de hadas al lado de su jefe. Soy la mujer que va a sobrevivir a esta pantomima que será mi vida de ahora en adelante. Y… a él, a ese hombre que sin piedad alguna quiere mantenerme cautiva."

Tomó la pluma. Firmó. Leónid firmó después, sin mirar.

—Bien —dijo él—. Ya eres mía.

Valeria lo miró a los ojos. No con miedo. Con fuego.

—No. Ya soy tu esposa. Pero nunca seré tuya.

Leónid la observó por un segundo más y sonrió. Se acercó a ella como una fiera a su presa, a esa que quiere engullir de un solo bocado.

—Ya lo fuiste una vez ¿dime qué cambiaría ahora?

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