Livia
Caminaba silenciosa al despacho de Matteo; ya habían pasado dos días después del paseo en el yate y los rusos se habían marchado de casa. Había escuchado que una prestigiosa abogada se encontraba hablando con mi marido; me resultaba curioso que no me mandara a llamar y se encerrara con ella en el despacho.
Sabía que la fidelidad en la mafia no existía, pero me negaba a ignorar lo que ocurría en mi propia casa; si me quedaba callada, un día la llevarían a mi propia cama. Una vez, por orgullo, le dije que no me importaba, pero no era así; mi sangre hervía de solo imaginarlo tocando a otra mujer.
La puerta estaba entreabierta, como si la hubiesen dejado así con toda la intención, pues aquello nunca ocurría y menos si era una reunión privada. La mujer era esbelta, vestida con un pequeño vestido informal. Estaba recargada sobre el escritorio, hablando bajo y de forma sensual.
Sonreí de lado; era mujer y sabía las tácticas de seducción, y esa hija de puta era lo que estaba haciendo. A