Livia
Con el corazón en la boca y sin poder creer lo que acababa de pasar, bajé de la avioneta. Podía sentir cómo mis piernas temblaban, al igual que mis manos. «Lo hice.» Estaba conmocionada. Apenas le presté atención a lo que decía mi escolta. Parecía preocupado y, cuando casi caí de bruces al piso, me sostuvo. Me acercó a una enorme piedra para sentarme.
—Está muy pálida, ¿segura que está bien?
—Sí, es solo la descarga de la adrenalina —lo miré. Estábamos en problemas. Nada había sucedido como lo planeado, y los métodos no fueron los mejores.
Su teléfono comenzó a vibrar. Con una disculpa se retiró, y desde mi sitio podía ver cómo se encogía. Le estaban gritando, y no había que ser adivino para saber quién era.
Nadie medía las consecuencias antes de cometer los errores. En mi caso, me dejé llevar por la ira y por las ganas de sobresalir, de no quedarme de brazos cruzados viendo cómo un maldito viejo me sacaba de la jugada.
—Tenemos que regresar. El Capo le da máximo una hora para