Livia
Decirle aquello fue el detonante que necesitó para tomar mis labios con una furia desmedida. No me besaba, me devoraba como una bestia hambrienta. Y me dejé llevar, sin contenerme, contagiándome de la misma voracidad; le correspondí de la misma manera.
Me tomó del trasero, elevándome a la altura de su cadera y obligándome a rodearlo con las piernas, sujetándome con fuerza a su torso. No sé cómo ni cuándo, pero sentí mi espalda chocar contra la pared con él pegado a mi cuerpo, sintiendo su erección crecer y rozar contra mi entrepierna. Podía sentir su furia en la forma en que me tocaba, en cómo de un solo movimiento rompió mi blusa y liberó mis senos.
Y cuando intenté hacer lo mismo con la suya, no me lo permitió. Interrumpió el beso y sujetó mis manos, pegándolas a la pared.
—¿Todavía crees que se trata de ti? —rió, encendiéndome todavía más—. Baja y quítate todo.
Alcé mis cejas ante la orden y, despacio, bajé. Me llevé las manos a los pantalones, bajando el cierre y tirando de