El calor en la aduana era sofocante. Un mar de contenedores metálicos se alzaba como un laberinto interminable, cada uno numerado, sellado y custodiado por agentes uniformados que parecían más interesados en sus relojes que en lo que ocurría a su alrededor. Rebeca caminaba con paso firme entre pasillos de acero y olor a combustible, acompañada por Giulio y su séquito de hombres, Enzo entre ellos.
El papeleo había sido tedioso. Documentos, firmas, sellos y comprobaciones se sucedieron uno tras otro. A simple vista, era un trámite rutinario: registrar el cargamento, verificar que las guías coincidieran, y esperar la autorización final. Rebeca observaba cada paso con calma profesional, aunque por dentro hervía la tensión. Esa mercancía representaba meses de trabajo encubierto, y no podía permitirse que algo saliera mal.
—Todo en orden, señorita D’Amato —dijo un funcionario con acento marcado, estampando el último sello sobre los papeles.
—Perfecto. Entonces el contenedor puede embarcarse