Fue mucho peor que lo peor que pudiera haber imaginado, y que cualquier abuso al que Olena me obligara a someterme hasta entonces.
Con esa velocidad temible de los blancos, Lazlo destruyó la distancia entre él y yo para aparecer de la nada junto a mí y sujetarme en sus brazos. Aplastó sus labios contra los míos, y su lengua separó mis labios a la fuerza para colarse dentro de mi boca como una serpiente.
—Esa idiota —rió, estrechándome contra su cuerpo, que parecía una roca caliente—. Atreverse a decirme qué puedo hacer y qué no.
Me hizo volverle la espalda y volvió a apretarse contra mí, indiferente a mis ruegos para que me soltara y me dejara ir.
Sin perder tiempo en contestarme, me sujetó el pecho con una de sus manos enormes, bajándome el escote mientras su otra mano se colaba entre los pliegues de mi falda a sujetar mi entrepierna.
Me eché a llorar, ahora jurándole que si me dejaba ir, jamás le diría a nadie lo ocurrido.
—Claro que no lo harás —respondió divertido antes de clavar