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Pasé los dos días siguientes enferma, ardiendo de fiebre y vomitando hasta que ni bilis me quedaba. Seguía en las habitaciones de Olena, custodiada a toda hora por dos amazonas. Durante el día cerraban los pesados cortinados y se turnaban para dormir, de forma que siempre hubiera al menos una de ellas despierta a pocos pasos del sillón donde seguía acostada.

El silencio y la calma me ayudaban a descansar, y a medida que superaba el efecto de la simiente de Lazlo, volví a ser capaz de pensar. Fue una suerte, porque el segundo día los dolores premenstruales se agudizaron. Estaba por tener mi período en cualquier momento. Y estaba lo bastante lúcida para darme cuenta.

Mi grito de dolor despertó a la amazona dormida, y atrajo inmediatamente a la otra, que pareció desaparecer de su sillón para aparecer a mi lado. Me doblé sobre mí misma aferrándome el estómago y jadeando como si me costara respirar.

—¿Qué te ocurre, Sivja? —inquirió la amazona inclinándose sobre mí.

—¡No lo sé! ¡Es mi vien
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