Los cuervos me escuchaban mientras daban cuenta de los restos de comida. Sólo uno se demoraba conmigo después de comer. Se sentaba junto a mis brazos cruzados y me picoteaba hasta que le rascaba la cabeza con la yema de los dedos, como solía hacer con Bardo.
Y yo le contaba lo que iba aprendiendo sobre los vampiros, porque había descubierto que decirlo, aunque fuera en susurros apenas audibles, me ayudaba a ordenar la información en mi cabeza.
Lo primero que había descubierto, a pesar de que costara creerlo, era lo poco que lobos y vampiros sabían sobre sus enemigos. En realidad era comprensible. Las dos razas habían cortado todo contacto pacífico entre sí hacia siglos, tal vez incluso un milenio, cuando los vampiros trataran de comerse a los lobos en Saja, la tierra de la que provenían ambas razas. “Tan al norte que el sol no se pone en verano y apenas asoma en invierno. Tan al este que el día se hace allí muchas horas antes que aquí,” como la describiera la