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Hubiera preferido que me permitieran volver a mi habitación, retirar la escalera de mano y cerrar la puerta trampa por la que subía y bajaba desde la alcoba de Olena. Pero si había algo que a su Majestad le gustaba, eso era tener público. Además de incomodar a quienes la rodeaban. Y desde aquella noche en Eldborg, le gustaba que yo estuviera presente durante sus encuentros íntimos con sus esclavos.

Así que ahí estaba, sentada a pocos metros de su gran cama, doblando su ropa mientras ella cabalgaba la ingle de un hombre atado de pies y manos a los postes de la cama. Friga permanecía de pie frente a la puerta, una de sus grandes espadas de plata en mano, la filosa punta apoyada en el suelo, mirando sin ver hacia adelante, como si no estuviera allí.

En contraste con el silencio de Olena, que jamás emitía ningún sonido mientras tenía sexo, el hombre empezó a soltar roncos estertores, y a rogarle que lo soltara. No se refería a sus extremidades sino a su ingle, sujeta por l

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