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Desperté a media tarde por puro hábito y comencé mi silenciosa rutina cotidiana. Limpié y ordené la diminuta habitación circular, de piedra desnuda, directamente sobre la alcoba de Olena, que se convirtiera en mi refugio. O más bien madriguera, porque no servía para refugiarme de nada.

Comí lo que guardara de la cena, que en lugares normales hubiera sido el desayuno, y junté las migas en la servilleta. Acercaba mi banquillo a la única ventana, alta y delgada, cuando el primer cuervo vino a posarse en el antepecho.

El bosque que rodeaba Blarfors y la cascada que le daba nombre estaba lleno de cuervos. Dos o tres audaces no habían tardado en descubrir las migas que dejaba para ellos, y se habían habituado a visitarme al atardecer en busca de un bocadillo.

Aunque eran más pequeños que los cuervos del Valle, la mitad del tamaño de Bardo, que era el más grande de ellos, parecían igualmente inteligentes. Habían aprendido en sólo dos días que si graznaban dejaba de dar

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