Las palabras no eran palabras. Eran un anzuelo. Una afilada e invisible púa de concepto puro que se había clavado en lo más profundo de mi mente. Vengan por nosotros. No era una amenaza. Era una invitación. Una convocatoria desde un lugar que no tenía derecho a existir, señalando una ubicación que no debería ser real. El silencio que siguió fue más pesado que cualquier sonido, un peso que se apoyaba sobre mis hombros, sobre mi propia alma.
El brazo de Ronan era una banda de acero rodeándome, llevándome fuera de la cámara fría y vibrante de secretos ancestrales. Caminamos de regreso por las tierras de la manada, pero se sentía como si estuviéramos pisando otro mundo. El aire parecía más delgado, el cielo una cosa frágil y quebradiza. El aroma de la manada era una tormenta caótica de emociones: miedo, confusión, pero debajo de todo, una nueva y firme resolución. Ellos lo miraban a él. A su Alfa. Y a mí, la reina ciega y loca que había hablado con un dios.
No me llevó al sofocante salón