RONAN P.O.V
El aire en Madrid era diferente.
Era una manta espesa y sofocante hecha de un millón de vidas humanas. Una sinfonía caótica de bocinas, música lejana y los latidos frenéticos y ansiosos de una especie que vivía toda su vida con prisa. Era un mundo completamente distinto al silencio limpio y perfumado de pino de nuestras montañas, y cada respiración se sentía como una violación. Un recordatorio de lo lejos que estábamos de casa. De lo lejos que estaba de Elara.
El vínculo era un dolor constante, sordo, clavado en mi pecho. Un hilo desgastado, palpitante, de agonía. Puedo sentirla, una luz tenue y parpadeante en el fondo de mi mente, pero amortiguada por un océano de distancia y por su propio retiro frío, deliberado. Ella había levantado un muro a su alrededor. Una fortaleza de hielo y furia. Y yo había sido quien puso los ladrillos. Cada kilómetro que avanzábamos añadía otra capa a su prisión.
“Está cerca,” dijo Lyra, su voz una susurrante raspadura a mi lado. Se apoyaba co