La luna aún estaba alta cuando Ruddy dio la orden. Su voz sonó seca, casi indiferente, como si la decisión no hubiera nacido de su voluntad, sino de un deber impuesto por las tradiciones.
—Puedes salir, Tala. La luna ha hablado, y mi palabra también —dijo, sin mirarla demasiado.
El eco de sus pasos resonó en la caverna mientras Tala cruzaba la entrada. No había aplausos, ni sonrisas, ni un gesto de alivio entre los que se habían reunido para verla marchar. Solo ojos clavados en su vientre, cuchicheos que se deslizaban como cuchillas por su espalda.
—Ahí va… —susurró una hembra, lo bastante alto para que la escuchara.
—Dicen que su hijo nacerá maldito… —añadió otra.
—O peor, con poderes que pondrán en peligro a todos.
Tala enderezó los hombros. Su andar era firme, la barbilla en alto. Por dentro, sin embargo, el vacío le dolía más que las cadenas que había llevado esos días. No era el encierro lo que la había destrozado, sino la certeza de que su manada ya no la veía como una de ellos.