La noche era un manto pesado que no ofrecía refugio. Tala, sola en su habitación, no conseguía controlar el temblor de sus manos. El colgante que había visto en el cuello de Tania se repetía en su mente como un eco maldito. Pero lo que más la perturbaba era la mirada de Ruddy: esa ausencia de sorpresa, esa aceptación silenciosa que gritaba traición, sin importar el pasado, antes podía sacarlo del juego, sabía que solo era manipulado por el poder de Tania y por eso actuaba de esa manera, pero ahora ya no sabía qué pensar.
Se abrazó a sí misma, intentando acallar el rugido de pensamientos. Cerró los ojos con fuerza y murmuró:
—Madre… si tan solo estuvieras aquí.
El aire se volvió frío, cargado de un aroma que conocía: la mezcla de hierbas secas y flores de luna que siempre acompañaba a su madre. Y entonces, entre el velo de sus recuerdos, la escuchó. Una voz suave, firme, como si hablara desde lo más profundo de su sangre:
—Estoy aquí, hija mía. Siempre lo estuve.
Tala contuvo la respir