Me despierto en plena madrugada al notar el lado vacío de la cama. Con el corazón agitado, lleno de una mezcla entre emoción y preocupación, me incorporo. Recorro la habitación con la mirada, pero no hay rastro de mi pequeña pelirroja. Me levanto y salgo a buscarla.
El pasillo está completamente oscuro, pero una luz tenue se escapa desde la cocina. Al acercarme, la veo, de pie, con una sábana cubriéndola de forma endemoniadamente provocativa, mordiendo un trozo de torta de chocolate.
La boca se me hace agua y no solo por la torta.
Mierda.
Esa sábana le queda jodidamente bien.
—¿Qué haces aquí tan solita, cariño? —pregunto, con voz ronca. Ella se sobresalta y me lanza una mirada entre sorprendida y molesta. Sus ojos bajan por mi cuerpo y se detienen en mi erección.
Sí, estoy desnudo.
—Por culpa de Gio y sus malos hábitos de comer a estas horas, terminé haciendo lo mismo —dice, haciendo un puchero, evitando mirar directamente mi entrepierna.
—Pensé que... —niego con la cabeza y me ace