Pasé toda la mañana en una agonía silenciosa. Me habían permitido un breve período de visita con Mirakel, con todas las precauciones de aislamiento y sentí que de nuevo era una madre.
Lo sostuve, envuelto en su manta azul, su peso diminuto y cálido, y me recordó porque hacía lo que hacía. Sus pequeños ojos azules, idénticos a los de su padre, me miraban sin juzgarme, sin saber que yo estaba a punto de consentir un procedimiento que podría causarle dolor y que podría reprocharme en el futuro.
Yo era su universo, su fuente de vida, y mi mano temblaba sobre su espalda. ¿Cómo podía someterlo a dolor? Una parte de mí, la madre protectora, quería huir, tomarlo y esconderlo donde la ciencia y la enfermedad no pudieran alcanzarnos.
Pero la verdad era ineludible: si moría, Mirakel no tendría madre. Crecería sin mi voz, sin mis brazos, sin el consuelo único que solo su madre podía darle. El sacrificio, me di cuenta, no era sobre el dolor de una aguja, sino sobre la ausencia eterna. Mi supervive