Nuestro regreso a la mansión fue una procesión silenciosa de pura alegría. O, al menos, eso parecía en la superficie, aunque por dentro era distinto. Mirakel, nuestro hijo, había pasado las primeras semanas en la incubadora como un pequeño guerrero, y ahora, por fin, estaba en casa. Daisy y yo estábamos en una burbuja; una burbuja fina y brillante que sabía que pronto estallaría.
Estábamos en el ala privada de la biblioteca, que Darak había remodelado como el estudio de Daisy. La luz de la tarde entraba por los ventanales góticos. Daisy estaba sentada en un sillón de terciopelo, con un gorro de lana cubriendo su calvicie y una camiseta que le quedaba grande, pero lucía radiante. Yo estaba en el suelo, tratando de ensamblar la enésima pieza de un estante para juguetes, y parecía que me ganaría de nuevo.
—No, no. Dalton, no es así —Se río suavemente Daisy. Su voz era dulce, amortiguada por el cansancio feliz. Estaba maravillada de finalmente estar en casa—. Gira la pieza B, no la A. Vas