Aterrizamos en Milán al amanecer. El jet privado nos depositó cerca del bullicio de la ciudad, pero mi mente estaba lejos, anclada a la cuna de Mirakel y al rostro de Daisy. Daisy me dejó ir, pero con una condición: que fuera con mi padre. Tenía confianza en que Darak me protegería con su cuerpo si era necesario, y que de todas las personas que pudiera conocer, él era el más confiable.
Darak y yo, juntos.
Esa vez, la ecuación no era de protección, sino de supervivencia familiar. Habíamos volado en un silencio cargado, sin necesidad de repasar los planes. Ambos sabíamos lo que estaba en juego y lo que podíamos perder si decidíamos dar marcha atrás.
—El abogado, Vincenzo Luciani, es un tiburón. No le teme a nadie. Cree que tiene en sus manos la bomba que hará temblar a los Savage —masculló Darak en el auto blindado, mientras el skyline milanés se alzaba ante nosotro—. Debes tener algo en claro, Dalton. No te dejaré solo, y pelearé hasta mi último aliento por esta familia.
No necesitaba