Las siguientes veinticuatro horas fueron el limbo más frío y cruel que jamás vivimos. La mansión Savage entera se había trasladado al hospital. Dejamos las camas vacías, la sala fría, la cocina deshabitada. Todos nos mudamos esas últimas horas, y todos nos comprometidos a que queríamos pasar la mayor parte del tiempo con ella, para hacerla sentir cómoda y que se fuera en paz.
Las habitaciones de espera adyacentes a la UCI se convirtieron en nuestra base de operaciones, improvisada con cojines, mantas y mucho silencio tenso que apenas se apagaba con el sorbo de un café bien caliente o los sándwiches que nos comíamos en silencio.
Mi hermano, Dalton, era una sombra fantasmal. No comía, no dormía, no dejaba de monitorear y pensar la manera en la que podía salvarla. Una parta de él la dejó ir, pero la otra parte se aferraba a la esperanza de que despertaría al último momento.
Sus trajes, siempre impecables, estaban arrugados, y su rostro marcado por la barba incipiente y las ojeras profund