Cuatro meses.
Ciento veinte días de guerra química y crecimiento silencioso.
Desde que Massimo había dejado de ser una amenaza, una noticia que me aterraba por sus implicaciones oscuras, pero que aliviaba mi corazón de un peso insoportable, nuestra vida se había centrado en una sola cosa: la supervivencia. El doctor Andrews nos había puesto en el protocolo experimental más agresivo, manteniendo la dosis de quimioterapia al mínimo para proteger al bebé, pero lo suficientemente fuerte para intentar aniquilar la leucemia.
El proceso fue una tortura silenciosa y constante.
El primer mes fue un infierno de náuseas y debilidad que apenas me dejaba levantarme de la cama. Mi cabello, que Dalton tanto amaba, comenzó a caerse a puñados. Recordé un día en el baño, viéndome en el espejo con la cabeza casi calva y la mirada vacía. Me sentía derrotada; la quimioterapia me había robado mi identidad. Dalton entró y me encontró llorando en el suelo, con el cabello en las manos, un mechón castaño inert