Había transcurrido más de una hora desde que di la orden de ejecución a Massimo Conti. Regresé a la mansión Savage, incapaz de permanecer en la esterilidad del hospital y subí al tejado. Necesitaba la altura, el aire frío y la inmensidad del cielo nocturno para enfrentar lo que había hecho. Me senté en el borde y mis pies colgaban sobre la nada, sintiendo la punzada constante de mi herida; el dolor físico era preferible a la agonía moral.
La estrella de llavero, el antiguo símbolo de mi control y mi ambición, estaba en mi bolsillo. Ahora no era un símbolo de caos, sino de asesinato, y no sabía si estaba preparado para ello.
Había sido fácil. Una llamada, unas pocas palabras frías, y la vida de Massimo Conti se borraría de la existencia. Usé mi poder para hacer lo que la ley no podía: garantizar la paz de Daisy y erradicar de ese mundo a una persona que no merecía respirar nuestro aire. Pero la satisfacción que debía sentir estaba ausente, reemplazada por un frío y pesado vacío que me