El silencio de la UCI era engañoso. Dentro de mí, un grito mudo rasgaba el velo de la sedación. La advertencia de Avery, clara y aterradora, se repetía en mi mente: Si esperas demasiado, la mancha de sangre será permanente. Yo había abierto la puerta a la oscuridad, y Dalton, por su amor equivocado, había entrado. Había elegido la venganza para darme paz, sin comprender que la idea de que él fuera un asesino era una nueva y peor agonía.
Abrí los ojos y el monitor de mi ritmo cardíaco emitía un pitido tranquilo; demasiado tranquilo, cuando todo mi mundo se desmoronaba. Tenía que moverme. Tenía que detenerlo. No importaba si tuviera que arrastrarme, daría con Dalton.
Intenté levantarme, pero el dolor me golpeó de inmediato en el abdomen. Sentí un tirón agudo justo donde la hemorragia había cesado y una náusea helada subió por mi garganta. Mi cuerpo se sentía como una masa de gelatina, exhausto por la quimioterapia, pero la adrenalina de la culpa me obligó a balancearme fuera de la cama.