Extra | 52

El viaje hacia la prisión estatal se hizo en el silencio del vehículo de Dalton. El auto olía a ozono y a la menta de su goma de mascar, un aroma de concentración que me resultaba tranquilizador. A mi lado, Dalton conducía con una tensión palpable, con sus nudillos blancos apretando el volante. Sabíamos que esa visita era un acto final de liberación y, a la vez, una provocación imprudente.

Papá no estaba en las mejores condiciones mentales, y provocaríamos una explosión dentro de él con nuestra audacia. Por eso no le comenté al abogado que lo vería. No quería que me dijera que estaba delicado y que no podía verme feliz con el hombre, que según él, fue el causante de todas sus desgracias.

Llegamos a la prisión, un edificio de cemento gris y acero oxidado que simbolizaba la fealdad de la guerra de nuestras familias. La sala de visitas era fría, estéril, separada por un grueso panel de vidrio que parecía amplificar el aislamiento de aquel lugar. Nos sentamos en el lado de los visitantes;
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