Mi auto se detuvo bruscamente en el mirador que dominaba Milán. El aire de la noche era frío y cortante, trayendo consigo el aroma metálico de la lluvia reciente. Apagué el motor, y el silencio que siguió fue abrumador, un contraste total con la tormenta que aún rugía en mi interior. Miré el dedo donde estuvo el anillo de compromiso, sintiendo el vacío que mi elección acababa de dejar.
No había seguridad, solo una libertad aterradora.
Unos minutos después, las luces de un vehículo familiar se proyectaron en el asfalto. Achiné los ojos después de enviarle la dirección a Dalton solo un par de minutos atrás. Se acercó con prisa, deteniéndose justo detrás del mío. La puerta se abrió, y Dalton emergió de la oscuridad, su silueta alta y tensa. Vestía la misma ropa de la corte, ahora arrugada y sucia, un símbolo visible de su propia derrota y su batalla incansable. Se veía como un guerrero que había perdido la armadura, pero conservaba el espíritu.
—No puede ser —susurré temblorosa—. ¿Cómo l