Dentro del interior del jet privado de Massimo me sentí como en una cámara hiperbárica, presurizada no solo por la altitud, sino por la vigilancia implacable de mi prometido. Volábamos de regreso a Milán, y cada milla recorrida era una punzada de derrota en mi estómago. Yo estaba sentada en un sillón de cuero marfil, sintiendo la frialdad del anillo de compromiso contra la palma de mi mano.
Massimo estaba frente a mí, leyendo un volumen encuadernado en cuero sobre arbitraje internacional. Su postura era impecable y su atención absoluta. Era el epítome de la solidez europea y el muro contra el caos que representaba Dalton. Yo era, en ese momento, la espía perfecta en su territorio, pensando en cómo escapar del enemigo sin que mi cabeza terminara en una lanza.
—¿Estás cómoda? —preguntó Massimo, sin levantar la vista de su lectura, pero su voz, suave y controlada, parecía medir mi estado de ánimo—. Te noto incómoda en el asiento.
Sonreí y bebí un poco más champaña.
—Perfectamente. Es sol