No había luz solar que penetrara las altas ventanas y la iluminación artificial bañaba el recinto en un tono frío y despiadado. Me senté junto a Massimo, en la misma mesa que el doctor Rossi, sintiendo el peso de mi fracaso como una armadura oxidada. Dalton me había pedido información o al menos algo que ayudase a exonerar a mi padre. Prometió ayudarme siempre que buscara los documentos, pero lo único que encontré fueron rayaduras y polvo.
Massimo me sostenía la mano y su pulgar acariciaba rítmicamente el anillo, un gesto que pretendía ser de consuelo, pero que se sentía como una advertencia constante. Estaba inexpresivo, tranquilo, seguro de la victoria que el fracaso de mi búsqueda le había garantizado. Enviarían a mi padre al sanatorio por el resto de la vida y no tendría forma de probar que era inocente.
—Mantente firme, Daisy. Esto termina hoy —susurró Massimo, y su voz era un aliento cálido en mi oído, pero sus palabras eran un mandato gélido—. Pronto todo volverá a la normalida