El reloj marcaba la medianoche. El acuerdo se había sellado, pero la realidad seguía siendo un obstáculo gigantesco. Me separé de Dalton y mis músculos estaban tensos por la urgencia. El frío penetrante del sótano se sentía ahora como un cómplice. Me hubiera quedado con él el resto de la vida, y esperaba que así fuese, o hasta ese momento era algo posible.
—Massimo me espera en el hotel, y mañana me llevará a Milán —dije, volviendo a mi tono de ejecutiva, intentando ignorar la vibración que su mano había dejado en la mía—. Necesitamos una estrategia ahora mismo, Dalton. Una que sobreviva a un vuelo transatlántico y a su celo enfermizo.
Dalton se acercó a la pizarra, su mente ya inmersa en la lógica. Su aliento era superficial, concentrado, sus cejas fruncidas por la intensidad del cálculo. Amaba verlo concentrado de esa manera. Me revoloteaban mariposas en el estómago cuando fruncía las cejas y los labios y usaba ese coeficiente en idear una estrategia.
—La pista es el flujo de capita