El sol me golpeó la cara a través de las cortinas abiertas de la parte superior del sótano. La luz no se sentía cálida; era abrasadora, punzante, como si el universo me estuviera juzgando por haber violado sus leyes más fundamentales. El aire de la habitación estaba cargado, denso, con el aroma a perfume de mujer y culpa fresca. Me había lavado la piel, pero Daisy no era un sucio que quitara con agua.
Me desperté sintiendo una euforia aterradora, como si lo sucedido el día anterior hubiera acabado con mi estabilidad y mi cordura. Mi cuerpo era ligero, vibrante, como si las leyes de la física hubieran sido reescritas a mi favor. Había tocado la verdad, la singularidad que era Daisy, y no podía parar de sentirla en mi piel. La noche anterior no fue un error; fue una demostración de que nuestro vínculo era la única constante irrompible.
Me levanté de la cama. Mi ropa, esparcida por el suelo, me recordó la prisa y la desesperación de quitarla. Me vestí con una rapidez mecánica, mi mente y