El aire en el sótano era más frío que el de la noche de Zúrich. Me senté en el viejo escritorio, sintiendo la madera áspera bajo las puntas de mis dedos. El polvo, una fina capa de indiferencia, cubría la pizarra donde solíamos dibujar diagramas de cuerdas, pero la ecuación de campo unificado que dejé a medias siete años atrás seguía allí, inmutable, burlándose de mi incapacidad para resolver el universo real que se había cruzado en mi camino.
—Siete años —murmuré, golpeando la madera con la palma de la mano. El sonido era seco, hueco—. Siete años sin ti.
Todo el sacrificio, el exilio autoimpuesto, la agonía de la distancia, solo para que ella eligiera la estabilidad, la paz y el orden.
Mi cabeza trabajaba como un ordenador defectuoso y tenía un bug en el sistema. La variable Daisy no solo había cambiado de signo, sino que se había casado con la constante del orden. El resultado era un error catastrófico para mi corazón. ¿Ella no me amaba lo suficiente como para esperar? ¿O era que yo