El amanecer se filtraba por las pesadas cortinas de terciopelo de la mansión Lombardi, pero yo ya estaba despierta, sentada en el borde de mi antigua cama, mirando con dificultad al exterior. El insomnio había sido mi compañero constante desde que regresé. La noche anterior, el recuerdo de la risa de Dalton en la cafetería, y luego su abandono, me había consumido hasta los huesos.
Me levanté y caminé hacia el tocador. La habitación era un mausoleo de mi adolescencia, conservada por el personal de mi padre: los muebles pesados, la alfombra persa, el estante de libros que contenía más filosofía que novelas. Todo era un recordatorio de que aquí, bajo el techo de Marco Lombardi, mi vida se había detenido y el gran amor de mi vida me había abandonado.
En el tocador, mi mirada se detuvo en el anillo de Massimo. Diamantes y oro blanco, un símbolo de seguridad inquebrantable. Lo giré en mi dedo, sintiendo su peso. Era un objeto hermoso y una promesa de una vida sin altibajos, sin secretos que