El jet privado aterrizó en medio de una lluvia fría y persistente, un augurio sombrío después de siete años. La última vez que había estado en esa pista privada, era una muchacha asustada con una maleta de cuero. Ahora, bajaba del avión con un traje de corte impecable, experta en gestión cultural de Milán, pero con el corazón latiéndole desbocado porque sabía que volvería a verlo.
La prioridad era clara: la legalidad. La guerra de mi padre era ahora mi guerra, y debía defender el patrimonio que mamá dejó. Tenía que ocuparme de las finanzas, de las acciones, pero sobre todo en que el apellido Lombardi no se manchara como papá siempre quiso, aun cuando él mismo fue quien lo manchó.
Fui directamente a la Comisaría Central. La estructura, austera y fría, era un contraste brutal con las galerías de arte que había gestionado. El doctor Rossi, el abogado familiar, me esperaba en la recepción. Me recibió con un apretón de manos formal, sin calidez y con un expediente en el que se acusaba a mi