El silencio se rompió por el estruendo seco, el golpe sordo y luego el dolor que me traspasó igual que una bala. No fue solo el plomo atravesando la carne, sino la sensación del mundo entero inclinándose que me hizo perder el equilibrio. Caí de rodillas, con el aire escapando de mis pulmones en un gemido áspero.
Lo último que vi fue el rostro demacrado de Marco Lombardi y el humo de la boca de su arma. Estábamos en la sección abandonada del depósito de mi familia, a las afueras. Habíamos concertado el encuentro en secreto, una última jugada estúpida para intentar evitar que la mierda de nuestros hijos nos destruyera.
—Tú me quitaste a mi hija, Savage. Tú la envenenaste con tu hijo. ¡Mi esposa murió por tu culpa! ¡Ella no soportó la humillación! —gritó Lombardi, y la espuma de la rabia se acumulaba en las comisuras de su boca y sus ojos eran dos pozos de locura.
—¡Yo no te quité a nadie! —siseé, intentando levantarme, sintiendo un peso muerto en mi abdomen y la sangre teñir mi mano con