La Gala Benéfica del Círculo de Inversionistas no era un evento; era una obligación. Yo estaba allí, luciendo un esmoquin que me hacía sentir como si estuviera a punto de ser subastado. Mis nervios eran una banda sonora constante de tambores rápidos y bajos, y sentía que sudaba más que deportista sin esteroides. «Si me caigo, si digo algo estúpido, si me quedo en silencio... mi padre va a pensar que no soy digno. Y lo peor, si no logro esto, la pierdo.»
Mi misión era clara: que Daisy Lombardi me eligiera públicamente y me marcara como suyo en el centro de ese circo social. Solo eso aseguraría que mi padre no interviniera más, ni que el padre de ella pudiera separarnos. Era arriesgado porque solos éramos adolescentes, pero compartíamos algo: rebeldía.
Caminé por el gran salón, sintiéndome expuesto y ridículo. La gente me miraba con respeto y desdén. Mi padre, Darak, estaba a unos metros de distancia, bebiendo whisky y observando la sala, y mi madre de su brazo. Nuestras miradas se cruz