La luz de la luna entraba por el ventanal, pintando la habitación del color de la plata. El olor a jabón y a talco flotaba en el aire, y dentro de esa pequeña habitación estaba lo que más me importaba sobre la faz de la tierra. Las paredes, pintadas de un azul suave, tenían estrellas que brillaban en la oscuridad, y una cuna de madera maciza se erigía en el centro de la habitación, imponente como él. Era un lugar tan inmaculado, tan puro, que contrastaba con el infierno de mi vida. Ese bebé era todo para mí, y aunque me costara lo que me quedase de vida, haría de su vida una maravilla.
Lo tenía en mis brazos, tan pequeño, tan frágil, que me daba miedo quebrarlo igual que a mis enemigos. La sangre nunca me dio tanto miedo como sostenerlo en mis brazos por primera vez.
Sus ojos, que eran una copia de los míos, me miraban con una inocencia que me hacía replantearme si lo que haía hecho estaba bien, lo de dejar a Avery a merced de su suerte. Después de todo ella me había dado un hijo. Me