31 | ¡Es mi hijo!

En los días que siguieron las paredes blancas del hospital psiquiátrico se convirtieron fueron mi único mundo. Los rostros de los médicos y enfermeras eran un borrón constante de indiferencia. Me sedaban, una y otra vez, hasta que la realidad se volvía un eco lejano. Las horas se fundían en un torbellino de sueño inducido por los fármacos, seguido por breves momentos de lucidez que usaba para gritar, golpear las paredes y exigir que me dejaran salir.

Pero mis gritos nunca recibían respuesta, solo una nueva dosis que me sumergía de nuevo en la oscuridad. El mundo exterior dejó de existir, reemplazado por el silencio monótono de la habitación.

Mi vida se redujo a una rutina de pastillas, inyecciones y comidas insípidas. El sol, la lluvia, el cambio de estaciones, todo se perdió. La única luz que veía era la fluorescente, blanca y fría de la habitación donde nunca era de noche. No me dejaban salir a los espacios comunes ni interactuar con otros pacientes; Darak se había asegurado de que
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