El olor a antiséptico y a desesperación inundaba los pasillos del hospital. La sala de espera era un purgatorio de luz fría y sillas de metal, y por primera vez me sentí como un simple mortal, sin tener el control de las cosas. Una impotencia que no había sentido en años se apoderó de mí. Las manos que construyeron un imperio, que mataron hombres, que tocaron el rostro de Avery, temblaban.
La sangre de Avery que había cubierto el suelo de mi baño, se negaba a desaparecer de mi mente. No me importaba la sangre de ella. Me importaba la sangre de mi heredero, de mi dulce monstruo. Nunca me importó ver sangre, hasta que me encontré con la escena. Fue la peor cosa que alguna vez vi. Estaba tendida en el suelo, cubierta de sangre. Toqué sus mejillas, llamé su nombre y no respondió. La cargué en brazos y la subí a la camioneta. En cinco minutos estábamos en el hospital, apuntando personas a la cabeza y exigiendo que le salvaran la vida o morirían todos.
Me dijeron que no podía pasar, y yo so