La seda del vestido me escocía la piel. Darak había insistido en que mi ropa fuese un reflejo de su poder: impecable, costosa y completamente controlada. Me había presentado a sus socios no como su esposa, sino como su "protegida"; una flor exótica que había encontrado en el fango y que ahora, con su guía, florecería bajo el sol de su imperio. Una flor con las raíces podridas.
Sonreía, una sonrisa tan falsa que sentía los músculos de mi rostro doler. Saludaba a hombres que mi padre había jurado matar, y estrechaba las manos de mujeres que hablaban de caridad mientras sus ojos juzgaban cada uno de mis movimientos. Darak me llevaba del brazo, con una mano en mi cintura, un recordatorio constante de que no era libre. A mi oído, susurraba comentarios sutiles, frases que solo yo entendía: "No te muevas tan rápido, mi amor, que van a pensar que eres un caballo desbocado", o "Tu vestido es hermoso, ¿verdad? No tiene bolsillos para que no puedas meter un arma y dispararte frente a mis socios"