Despertó en una celda oscura y fría, con las muñecas laceradas por los grilletes. Su cabello plateado se pegaba a su rostro, húmedo y sucio, como un recordatorio de la miseria en la que se encontraba.
El aire olía a sangre seca, humedad y a podredumbre, un hedor espeso que le revolvía el estómago y la obligaba a cerrar los ojos para no vomitar.
A lo lejos, los gritos desgarraban el silencio, y un goteo constante resonaba, como un reloj cruel que marcaba el paso del tiempo en ese infierno.
Estaba segura de que, si llegara a morir en ese lugar, su cuerpo se pudriría y la podredumbre se mezclaría con naturalidad con el resto de los olores. Y nadie se daría cuenta de su muerte.
Entrecerró los ojos, tratando de identificar si había otro prisionero acompañándola. Pero parecía estar sola…o eso creyó hasta que notó una figura moverse entre las sombras.
—¿Quién eres? —Intentó moverse más a la oscuridad, pero el dolor en sus muñecas la obligó a detenerse.
En ese momento, la figura se movió hacia ella. Sus pasos resonaron en la penumbra hasta detenerse a pocos metros. Cuando enfocó sus ojos, lo vio allí, mirándola con un odio que le heló la sangre.
—Solo los soldados tienen acceso a la plata —dijo, con una calma gélida que le erizó la piel—. Supongo que fue obra de Elión… El perro siguió mordiendo la mano de su amo aún después de muerto
Serethia volteó el rostro, decidida a no mostrarle ninguna reacción.
—Pero no puedes matarme, Serethia —dijo con frialdad—. La plata normal no puede matarme, ¿tu padre no te lo dijo? —se burló y la tomó por la barbilla, obligándola a mirarlo—. Y tu sangre sana. ¿Lo has olvidado?
Apretó su agarre hasta que logró que la expresión altiva que ella mantenía, incluso en esa posición, se quebrara en una mueca de dolor.
—Y matarme sería condenarte.
—Sería un precio muy bajo a pagar—respondió sin titubear.
—No puedo ejecutarte por traición —añadió, soltándola—. No me debilitaré por tu causa.
Sus ojos se clavaron en ella con desprecio, y continuó.
—Me das asco. Pero me darás hijos fuertes, como dice la profecía.
Serethia tembló. No por el miedo, sino por la rabia que hervía en ella.
—No soy tu Luna para dar herederos al trono.
—Y no lo serán, solo los hijos que me de Kaira tendrán la bendición para ocupar mi lugar —dijo, convencido—. Pero servirán como tú a un fin. Tendremos más sangre sagrada. Si serán más fuertes que tú o yo, tendremos los que sean necesarios para salvarla.
—Me rechazaste, ¿lo olvidaste? No deseas mi presencia…. Y el vínculo se disolverá.
—No necesito desearte para tomarte —dijo, como si fuera algo obvio—. Mientras lo haga, aunque no haya nada más allá que el destino maldito que nos unió, el vínculo prevalecerá.
Acercó sus labios hasta rosar los de la chica, dejando sus cuerpos sin espacio.
—Pero sería más fácil si dejaras de fingir que no ardes cada vez que me acerco. Aunque seas como tener una fría estatua cada que te tengo cerca, el vínculo nos llama… y eso me repugna.
A pesar de sus palabras, no retrocedió. Se quedó tan cerca que Serethia sintió el calor de su pecho contra el suyo.
—Ella no te perdonará si lo haces —dijo, apelando a una de las dos mujeres que podía hacerlo cambiar de opinión.
—La amo. Lo entenderá. Tú también lo harás… cuando el vínculo esté completo.
—Preferiría morir antes que permitirlo.
Él se giró, dándole la espalda, y comenzó a caminar hacia la salida.
—Entonces… será una muerte larga y lenta la que te espera, Serethia. Una en la que suplicarás no haber sido marcada por la diosa… esa que ya te ha abandonado.