Serethia tembló por un instante, traicionada por su cuerpo. Cada fibra de su ser gritaba que no. Su padre no la había criado para inclinarse, sino para estar a la altura del rey Alfa, para ser la reina Luna de la línea Thalvaren. Pero rehusarse no era una opción.
Apretó los puños y se arrodilló. Se arrastró, dejando en el piso su orgullo y dignidad en cada paso. Cuando estuvo a los pies del trono, la última gota de su orgullo quedó impregnada en el cuero las botas de Kaelvar cuando sus labios se posaron sobre estas. Y ni siquiera tuvo fuerzas para contener las lágrimas que le traicionaron, nacidas de la humillación.
Se mordió el labio, intentando calmarse y, cuando las lágrimas se detuvieron, habló.
—Te lo suplico. Perdónalo, mi rey.
Kaelvar la miró con sorna, deleitándose ante su visión.
—Eras tan orgullosa. Siempre tan altiva. Y ahora mírate. Tan ingenua… Ya es tarde.
—¿Qué…?
—Tu padre fue ejecutado esta mañana.
Al escuchar las palabras del rey Alfa, el mundo de Serethia se quebró. Una lágrima cayó al suelo. Luego otra. Nacidas de un dolor que solo hasta ese momento se había percatado que podía llegar a sentir ante la pérdida de su padre.
Un padre por el que jamás pensó que podría derramar una lágrima. Un padre que creía no querer.
Y, en ese momento, mientras veía cómo sus lágrimas se perdían en el suelo, no pudo evitar pensar en la última vez que lo vio. En aquella despedida tan fría como siempre. En la pregunta que murió en su garganta mientras observaba su espalda alejarse sin volverse.
Ya nunca sabría si la amaba.
Pero… él iba a sacrificar su lealtad por ella.
Tal vez sí la amó. Pero jamás lo sabría. Jamás podría responderle o mostrarle, siquiera una vez más, la sombra de su amor.
—Eres un ser despreciable—susurró, sin siquiera pensarlo.
—¿Despreciable?, ¿te atreves a insultar a tu rey? —la voz alfa hizo temblar el cuerpo de la joven, pero se resistió, enterrando las uñas en el piso—. Fuiste quien inició todo al interponerte entre Kaira y yo. Tu nacimiento para mí fue un castigo. Así que también te quitaré todo lo que amas… aunque dudo que alguien tan amargada y fría pueda saber siquiera cual es esa emoción.
—¡Eres un monstruo! —gritó, desgarrada, sin contener el temblor de su voz ni las lágrimas que ardían en sus mejillas como fuego líquido.
Ella no tenía la culpa de haber nacido como su destinada. No había pedido a Sel-Naïma que la marcara o que sembrara amor en su corazón.
Ella no había pedido nada y no era culpable de todo de lo que él le reprochaba. Solo de una cosa: de querer quedarse a su lado. De amarlo. Y, en ese instante, por primera vez en su vida… de odiarlo.
—¡Te maldigo, Kaelvar! ¡Te maldigo en todas tus vidas, en todos los nombres que lleves!
Y, sin pensarlo, Serethia sacó el kanzashi de su cabello, rompió la punta con sus uñas y, en un solo movimiento, se lo clavó al rey Alfa en el pecho. Los gritos de los presentes, o la sangre que brotaba de la herida, no la detuvieron. Tampoco lo hizo su propio dolor.
Aquel dolor, agudo y quemante, que le atravesó el pecho, recordándole que la unión aún existía y se resistía a dejarla lastimarlo porque matarlo significaría morir con él.
Pero por primera vez, no le importó. Por primera vez, lo deseó.
Deseó matarlo… y que su vida se apagara junto con la de él.
Hundió más profundamente, a pesar de que su cuerpo tembló, y sonrió por el placer que le causaba el dolor que él sentía, aunque lo estuvieran compartiendo. No se detendría, aunque le estuviera resquebrajando el alma. No lo haría hasta que él sangrara cada gota que había tomado de ella.
No lo haría hasta que Kaelvar sintiera el dolor que le había causado al arrebatarle a su padre.
Pero los guardias la sujetaron y apartaron bruscamente. Después vinieron los golpes, los gritos, las manos que intentaban inmovilizarla mientras escuchaba el tintineo del kanzashi al caer al suelo, muy cerca del charco que había formado la sangre que seguía brotando de Kaelvar.
Cerró los ojos. El dolor físico en ese momento no parecía poder alcanzarla. Ya nada le importaba. Ya no le quedaba nada a lo que aferrarse. Ni siquiera esa primera muestra de amor que su padre le había dado.
Tampoco el destino que se le había otorgado. Un destino que nadie le había dicho que dolería tanto.