La sangre cayó desde su barbilla y manchó la túnica blanca, como si fueran lágrimas sagradas derramadas por un oscuro presagio, deslizándose hasta caer en el suelo sagrado.
Serethia apenas podía mantenerse en pie cuando el rey Alfa Kaelvar, su alma destinada, alzó la voz frente las familias más importantes de los clanes que formaban el reino.
—¡No acepto la unión! ¡Rechazo a Serethia Velaryss como mi Luna! —su voz era fría, decidida, sin un atisbo de culpa por el dolor que causaba—. ¡Mi vida no está ligada a una maldita profecía!
Las flores de luna se marchitaron al instante, como si la misma diosa Sel-Naïma llorara. El fuego azul que rodeaba el círculo ceremonial tembló, amenazando con apagarse, mientras la marca en la piel de Serethia ardía como castigo divino.
—Pero… Sel-Naïma la eligió —susurró la sacerdotisa mayor, horrorizada—. La marca no miente, mi señor —insistió la anciana.
—No me importa la marca. No la quiero; mi alma ya eligió —dijo Kaelvar, sin titubear.
Su mirada llena de ternura estaba posada en otra mujer: una guerrera Sel’Kaïra de cabello trenzado, erguida a su lado, quien bajó la mirada con un dejo de culpa.
—Mi Luna será Kaira.
El eco de sus palabras retumbó en el pecho de Serethia, y sintió que el mundo se deshacía bajo sus pies. Cayó de rodillas, y algo dentro de ella se rompió. Por dentro, por fuera. Como si la tierra misma renegara de su existencia.
Y, en medio de su dolor, lo entendió.
Nunca la había amado. Nunca podría como lo hacía con Kaira. Solo había seguido la tradición… y ahora ni siquiera eso era suficiente para retenerlo a su lado.
Sus manos temblaron. El ardor en su pecho se volvió insoportable, y más sangre le subió a la boca.
El dolor sagrado era el precio a pagar por la profecía rota.
Levantó la mirada y quiso suplicarle que se callara, que dejara de desgarrarle el alma. Pero la oscuridad llegó antes, silenciosa, piadosa.
Despertó horas después, sacudida bruscamente. Miró a su alrededor, percatándose de que se encontraba en la habitación que se le había designado desde los dieciséis años, cuando había llegado al palacio para cumplir el final de su preparación para ser la Luna.
Sus dedos se contrajeron sobre la sabana al notar que Kaelvar estaba frente a ella, mirándola con desprecio.
—Sígueme.
—¿A dónde? —murmuró, apenas un hilo de voz.
Pero no hubo respuesta. Kaelvar la tomó por el brazo y la arrastró sin delicadeza por varios pasillos hasta la habitación principal: la del rey Alfa.
Al ingresar, el aire denso y espeso, cargado de incienso, golpeó su nariz. Había varios curanderos y, en la cama que se encontraba en el fondo, yacía Kaira. Sus labios estaban morados y su piel tan pálida como el mármol. Parecía la visión de una flor hermosa que se marchitaba lentamente.
Todos en la habitación parecían conmovidos ante esa deprimente visión. Sin embargo, Serethia solo sintió tristeza al notar las manos entrelazadas de Kaira sobre su vientre, que era notable por la fina tela; estaba embaraza… y en la habitación del rey Alfa.