Capítulo 11

—Lamento haberte...

Alguien hablaba, pero su voz le llegaba como un murmullo ahogado, mientras su atención estaba en otra parte, buscando desesperadamente cualquier cosa con la que defenderse.

Solo entonces notó el lugar: una habitación extraña, decorada con muebles de otro tiempo, donde incluso las lámparas  parecían fuera de lugar. Sus ojos se detuvieron en una bandeja con una taza humeante sobre la mesita junto a la cama y, sin pensarlo, la tomó.  La plata le quemó las palmas, pero no soltó la bandeja. Prefería luchar antes que ser sometida… antes de que la profecía se cumpliera.

Aunque sabía que, incluso en su mejor estado, vencer al rey Alfa habría sido casi imposible.

Y en ese momento su cuerpo apenas le respondía.

Él pareció sorprendido. Pero rápidamente le sujetó la muñeca y la alzó, girando su cuerpo en el aire. Serethia intentó soltarse, aunque no tenía fuerzas suficientes.

Siguió luchando, pero cayó sobre la cama, como una muñeca de trapo.

—Espera...

Ignorando el pedido, lanzó una patada que impactó en el estómago del él, haciéndolo doblarse por el dolor. Sin perder tiempo, rodó y tomó la bandeja de nuevo. Esta vez se lanzó sobre él, quedando a horcajadas, y presionó el borde de metal contra su cuello.

—¡Espera! —exclamó él.

En ese momento, se percató de que la voz era distinta. Muy diferente a la del rey Alfa. También lo había doblegado fácilmente, y ni siquiera una guerrera Sel’Kaïra podría hacerlo sin ayuda de otras guerreras.

—No quería asustarte...

Lo observó mejor. Su cabello era tan oscuro como las alas de un cuervo, pero más corto que el de Kaelvar.  Sus ojos, de un azul claro, no tenían nada del rojo profundo que caracterizaba al linaje Thalvaren. Incluso olía diferente, y parecía ser más joven.

—¿Quién eres? —preguntó, sin apartar el filo de su cuello.

—¿Puedes...?

Ella presionó un poco más, y él apoyó las manos contra el piso en señal de rendición, demostrando que había entendido.

—Alec Halvern. Te atropellé con mi auto... —dijo, algo incómodo por la posición—, pero apareciste de la nada.

—¿Auto? —frunció el ceño, confundida. Trató de recordar al monstruo que la había embestido, pero la luz no le había permitido observar su forma. Esa breve duda la desconcentró.

A provechando el momento, Alec le sujetó la muñeca y, con un movimiento, invirtió las posiciones.

—¿Estabas haciendo roleplay steampunk? —la observó detenidamente, con el ceño fruncido, por su aspecto—. ¿Les dejan usar armas reales?

—¡Suéltame! —Serethia intentó invertir otra vez las posiciones, pero su cuerpo estaba debilitado.

Además, el agarre que él mantenía en sus antebrazos le quemaba, como la plata, y parecía drenarle la poca fuerza que le queda.

Él aflojó ligeramente el agarre, al percatarse que, debido al forcejeo, sus heridas se abrieron nuevamente.

—Estás sangrando —murmuró él, soltándola al notar que la sangre no dejaba de brotar de varias partes del cuerpo ajeno—. Lo siento, de verdad. No quise asustarte... tus heridas se ven graves.

Al verse liberada, Serethia retrocedió sobre la cama. La luz que se filtraba por la ventana le reveló que ya era de día. Lo que le indicaba que habían pasado más de doce horas desde que había cruzado el portal. Pero su cuerpo seguía sin curarse.

Y solo había una causa por la que un licántropo no podía regenerar: habían usado polvo de plata. Quizá acónito. No lo suficiente para matarla de forma rápida... pero sí para mantenerla débil e incapacitada.

—¿Puedo ayudarte? ¿Me dejas curarte? —Alec le preguntó, manteniendo la distancia entre ellos.

—¿Eres un sanador?

—¿Sanador...? —soltó una pequeña risa, luego asintió—. Supongo que sí. Soy médico… residente, para ser más exactos.

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