El bosque me llama en sueños.
No con palabras, ni con imágenes claras. Es más bien una sensación viscosa, pegajosa, como si el aire que respiro aquí no fuera el mismo que conocía. Como si los árboles murmuraran mi nombre al pasar. Cada noche, los sueños se vuelven más nítidos. No son míos. No pueden serlo. No recuerdo haber corrido en cuatro patas, sintiendo la tierra en mis garras, la sangre latiendo en mi garganta… y aun así, los sueños persisten. Me despierto jadeando, los ojos dilatados, la piel empapada, como si algo estuviera despertando dentro de mí. Algo que no pedí.
Aiden no dice nada.
Claro que no. Él siempre tan callado, tan malditamente contenido, como si su corazón estuviera blindado detrás de esas camisas negras y esos ojos de lobo cansado. A veces siento que me mira cuando no debe, que se tensa cuando me acerco, pero al segundo siguiente, se marcha, como si quemara.
Hoy no soñé.
Hoy sentí.
Algo bajo la piel, como una brújula viva, me empuja. Camino entre los árboles, sin rumbo claro, solo dejándome llevar por esa voz muda que parece latir bajo mis costillas. El bosque es denso, las ramas se enredan como dedos, y la humedad pega a mi piel como una promesa rota. Pero no tengo miedo. No hoy. No cuando mi cuerpo parece saber a dónde va, incluso si mi mente aún duda.
—¿Otra vez vagando sola? —dice una voz a mi espalda, ronca, baja, demasiado cerca de mi nuca.
Mi corazón da un vuelco y giro, ya sabiendo quién es. Aiden. Por supuesto.
Se apoya en un árbol, los brazos cruzados, observándome como si fuera una pieza de ajedrez fuera de lugar. Pero hay algo distinto en su mirada esta vez. No es juicio. Es... inquietud.
—¿Me estás siguiendo?
—Sí —responde sin rodeos.
Parpadeo. Ese sí, sin adornos ni excusas, me desconcierta más que cualquier mentira.
—¿Por qué?
—Porque este lugar no es seguro.
Lo miro, esperando más. Pero Aiden y las explicaciones no son exactamente mejores amigos.
—¿Y tú cómo lo sabes? —le espeto—. ¿También sientes que algo te arrastra hacia aquí? ¿O solo estás patrullando con tu ceño fruncido de Alfa atormentado?
Un destello de algo se cruza en su rostro. Dolor, tal vez. O rabia. O ambas. Pero lo apaga rápido.
—Este bosque no olvida, Luna.
El viento se levanta entre los árboles, silbando como una advertencia. Camino un poco más, él me sigue. El silencio entre nosotros es como una cuerda tensa, estirada hasta el punto de romperse, pero ninguno la corta.
Y entonces lo veo.
Una pequeña colina cubierta de musgo, y en el centro, un claro abierto al cielo. No sé por qué, pero lo reconozco. Como si hubiera estado aquí antes, aunque sé que no. Me acerco despacio. Hay una piedra en el centro. Antigua. Agrietada. Cubierta de símbolos que no puedo leer, pero que arden al mirarlos.
—Aquí ocurrió —dice Aiden, a mi lado, con la voz más baja que nunca—. Aquí los perdí a todos.
Me vuelvo hacia él, y por un instante no veo al Alfa. Veo al chico que fue. Herido. Roto. Solo.
—¿Qué pasó?
Él cierra los ojos. Respira hondo. Y habla.
—Una jauría rival. Traición interna. Fue rápido… y sangriento. Mis padres, mi hermana, mis mejores amigos... Todos murieron aquí. Yo… sobreviví. Si eso se puede llamar suerte.
No sé qué decir. No hay palabras suficientes para llenar un vacío así. Solo siento cómo el peso invisible de ese sitio me cala los huesos.
—¿Por qué volver?
—Porque el dolor es lo único que me recuerda que aún tengo algo que perder —responde, sin mirarme—. Porque si olvido esto, olvido quién soy. Y no puedo darme ese lujo. No como Alfa.
Miro la piedra. Algo en mi pecho tiembla. Como si dentro de mí, un eco reconociera lo que mis recuerdos niegan.
—Esto suena estúpido, pero… siento que ya estuve aquí.
Aiden me mira, y por primera vez, no veo frialdad. Veo miedo.
—Tal vez lo estuviste —dice, apenas un susurro—. Tal vez tus raíces están más cerca de lo que crees.
Me acerco a la piedra. No sé por qué, pero mis dedos se extienden hacia ella. Apenas la toco y…
Todo cambia.
Un zumbido explota en mi cabeza. Imágenes. Voces. Gritos. El cielo rojo. Lobos corriendo. Sangre. Un niño llorando entre los cuerpos. El mismo niño que ahora es un hombre, un Alfa. Aiden. Sus ojos llenos de lágrimas. Una mano femenina tendida hacia él, antes de caer.
Caigo de rodillas.
—¡Luna! —la voz de Aiden me alcanza como si viniera desde muy lejos.
Siento sus manos sujetándome, fuertes, firmes, y de pronto estoy contra su pecho, respirando su olor a bosque y tormenta. Me aferro a él sin pensar. Y por primera vez, él no me aparta.
—¿Qué viste? —murmura.
No puedo hablar. No aún. Solo levanto la mirada hacia él y la digo, temblando:
—Te vi. A ti. De niño. Aquí. Llorando.
Sus pupilas se dilatan. Su cuerpo se tensa.
—Eso es imposible.
—No lo es. No lo es porque lo vi. Porque lo sentí como si fuera mío.
Nos quedamos en silencio, su aliento chocando con el mío, la piel vibrando con electricidad. Él baja la cabeza, rozando su frente con la mía. Y por un momento, juro que va a besarme. Lo deseo. Lo necesito. Pero él se detiene. Siempre se detiene.
—No estás lista para lo que eso significa —dice, con los ojos cerrados.
—¿Y tú sí?
Se aparta de mí. Frío otra vez. Como si lo que acabara de pasar no fuera real.
—Volvamos.
Camino tras él, aún temblando, aún sintiendo los ecos del pasado ardiendo en mi sangre.
El bosque ya no es un misterio. Es un recuerdo.
Y yo no soy solo una extraña. Soy parte de algo más grande. Más oscuro. Más antiguo.
Cuando llegamos a la cabaña, me detengo en la puerta. Aiden va a entrar, pero no puede evitar girarse hacia mí. Espera que diga algo. Que me calle. Que lo deje huir.
No lo haré.
—Si el pasado me reclama, que se atreva a hablar —digo, con la voz firme—. Yo también tengo colmillos.
Y entro.
Listo para que el pasado me muerda. O me libere.