El aire olía a tierra húmeda y a hojas frescas, como si el bosque respirara justo conmigo. Cada mañana me despertaba con esa sensación extraña de que algo se movía bajo mi piel, como si no terminara de encajar del todo en este nuevo mundo, y al mismo tiempo, algo en mí comenzaba a adaptarse. A aceptarlo.
Mi habitación —si es que así podía llamarse a la antigua cabaña de piedra remodelada con gusto espartano— estaba iluminada por la luz azulada de la madrugada. No había despertador, solo el zumbido lejano del bosque y, últimamente, esa ansiedad latente que no me dejaba dormir más allá del amanecer.
Aiden había desaparecido antes del alba, como siempre. Lo escuchaba marcharse, sigiloso, como si intentara no despertarme. Pero yo ya no dormía como antes. Soñaba demasiado. Con él. Con el roce de su voz en mi cuello, con su mirada que me quemaba la piel incluso desde el otro lado del salón. Y con esa maldita marca en mi muñeca que me decía que algo en mí no me pertenecía del todo.
—No puedes quedarte escondida para siempre —me dije en voz baja, arrastrando los pies hacia la puerta.
El viento me revolvió el cabello apenas crucé el umbral. El bosque era imponente, demasiado vivo, como si supiera que yo no pertenecía del todo. Pero también era hermoso, en su forma salvaje. Me envolvía como un secreto que todavía no me atrevía a descifrar.
Encontré a Aiden en el claro, como casi cada mañana. Estaba de espaldas, entrenando. Camiseta empapada de sudor, músculos tensos, movimientos fluidos. Demasiado ágil para un hombre de su tamaño. Cada vez que lo observaba, algo en mí palpitaba con más fuerza. Y no solo por su cuerpo.
Era él.
El lobo. El Alfa. El hombre que me había salvado… o condenado.
—No deberías observar así —dijo sin mirarme, como si pudiera leer mis pensamientos. O tal vez sí podía.
—No deberías entrenar así, medio desnudo. No es justo para el corazón de una simple humana —respondí, cruzando los brazos y fingiendo que no me afectaba. Spoiler: me afectaba mucho.
Aiden se giró, y aunque tenía el rostro serio, juraría que en sus labios bailaba una sonrisa apenas perceptible.
—Ya no eres una simple humana, Luna.
Ahí estaba otra vez: su voz. Grave. Rasposa. Con ese efecto retardado que me recorría desde la nuca hasta los muslos. Tragué saliva, incómoda con el efecto que tenía sobre mí, pero aún más incómoda por el hecho de que él parecía saberlo perfectamente.
—Entonces, ¿qué soy? —pregunté. Una parte de mí deseaba la respuesta. Otra temía escucharla.
Aiden dejó caer la toalla sobre una roca y caminó hacia mí. Lento. Preciso. Como si cada paso estuviera cuidadosamente medido para acercarse sin tocarme del todo.
—Eres mía —dijo, y su voz fue apenas un susurro, pero retumbó en mi pecho como un trueno.
El corazón se me disparó. No por miedo. O tal vez sí, pero no al tipo de miedo que esperaba.
—¿Eso significa que no tengo opción? —murmuré.
Sus ojos se oscurecieron por un instante. Estaba tan cerca que podía oler su piel, la mezcla de bosque, sudor y algo puramente masculino que me hacía perder el hilo de lo que estaba diciendo.
—No significa eso —replicó con suavidad—. Significa que todo en mí... te elige. Que la marca no apareció por error. Que la luna no juega con los destinos.
Lo dijo como si fuera algo inevitable. Como si el universo tuviera una lista y mi nombre estuviera escrito junto al suyo desde el inicio de los tiempos. Lo odiaba por eso. Por hacerme sentir atrapada, y al mismo tiempo… protegida.
—Y tú, ¿también me eliges? —pregunté sin pensar. La voz me salió más rota de lo que hubiera querido.
Aiden se tensó. Lo vi. Fue apenas un segundo, pero lo suficiente para que entendiera que había algo más. Algo que lo retenía.
—No es tan sencillo.
—¿Por qué?
—Porque lo que soy… no es lo que tú necesitas.
Y ahí estaba, la daga invisible que se clavó en mi pecho. ¿Por qué siempre retrocedía justo cuando parecía acercarse? ¿Por qué me hacía desear algo que no estaba dispuesto a dar?
Me alejé, dolida, furiosa, sin saber si gritaba por dentro o simplemente me rompía en silencio.
Esa noche llovió. El tipo de lluvia que no acaricia, sino que arrastra. Me refugié en la pequeña biblioteca de la casa principal, buscando distracción entre libros que hablaban de leyendas, linajes y maldiciones.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que escuché sus pasos detrás de mí.
—¿Por qué te escondes aquí? —preguntó.
—¿Por qué tú nunca te quedas? —repliqué sin girarme.
Silencio. Luego, un suspiro. De esos que pesan.
—Porque tengo miedo de destruir lo único que me queda —dijo. Su voz no era fuerte esta vez. Era un susurro crudo, quebrado.
Me giré. Lo vi de pie junto a la ventana, la luz de la tormenta dibujando sombras en su rostro. En ese momento, Aiden no era el Alfa. No era el lobo salvaje ni el líder implacable. Era un hombre. Un hombre herido.
—¿Qué fue lo que pasó con tu manada? —pregunté. No porque quisiera hurgar, sino porque necesitaba entenderlo.
Se tomó su tiempo antes de responder.
—Me los arrebataron. Uno a uno. Una emboscada. Fui demasiado confiado. Demasiado joven. No supe protegerlos. Mi hermana… mi madre… incluso mi Beta. Todos murieron por mi culpa.
Su voz se quebró al final. Yo… no tenía palabras. Solo sentí la necesidad de tocarlo. No de forma romántica ni sensual. Solo… humana. Le tomé la mano, y él no se apartó.
—No estabas solo —le dije—. No lo estás ahora.
Aiden alzó la mirada hacia mí, y por un instante, algo se rompió entre nosotros. O se formó. No lo sé. Solo sentí ese tirón invisible, esa fuerza que me impulsaba a acercarme más.
Nos quedamos así. Silenciosos. Con las manos entrelazadas y las emociones al borde.
Entonces sucedió.
Me acercó lentamente, sus dedos rozando mi mejilla. Su aliento mezclado con el mío. Sus ojos atrapados en los míos.
Pero no me besó.
Se detuvo a un centímetro. Y retrocedió.
—No puedo —susurró.
Yo retrocedí también. Y esta vez no lo detuve.
—Entonces no vuelvas a acercarte así —le dije, y salí de la habitación, con el corazón tambaleando entre el deseo y la rabia.
La luna estaba llena otra vez.
Yo, de pie en el borde del acantilado, con el viento golpeando mi rostro, la observaba como si pudiera encontrar en ella las respuestas que Aiden se negaba a darme.
—¿Qué soy para ti, luna? —pregunté al cielo—. ¿Una prisionera? ¿Un regalo? ¿Una maldición?
No obtuve respuesta. Solo el eco de mis pensamientos resonando en el silencio.
Pero algo dentro de mí despertaba.
Ya no era solo la chica que había huido de su hogar.
Ni siquiera era solo la marcada.
Era alguien que ardía por dentro. Por conocer. Por pelear. Por vivir.
Y si Aiden no estaba listo para enfrentar eso, entonces lo estaría yo.
Porque bajo la superficie de esta calma aparente, se estaba gestando algo salvaje.
Algo mío.
Algo inevitable.
Y esta vez, no pensaba huir.