El sol filtraba sus dedos dorados entre las ramas del bosque cuando llegué al claro. El entrenamiento con las hembras del clan comenzaba temprano, y aunque mi cuerpo aún se resentía de las exigencias físicas del día anterior, algo en mí estaba inquietamente emocionado. Como una corriente bajo la piel, como si mi lobo —ese que aún se negaba a mostrarse— supiera que era importante estar allí.
Me estaban aceptando. O eso quería creer.
—¿Lista para ensuciarte las uñas, princesa? —gruñó Nerya, la hembra alfa, sin ocultar su desprecio.
No respondí. Solo asentí con la cabeza y me quité la camiseta sin vacilar, revelando mi torso cubierto solo por el top ajustado que usábamos para entrenar. No iba a dejar que su sarcasmo me raspara más de lo que ya lo hacía su mirada. Si quería verme frágil, iba a quedarse con las ganas.
El suelo estaba húmedo, los cuerpos tensos. A pesar de que compartíamos el mismo clan, el mismo territorio, las mismas reglas… se sentía todo menos una hermandad.
Al principi