Las sombras se mueven distinto cuando sabes que te están observando. Es como si respiraran contigo, como si palpitara la noche al ritmo de tu miedo.
Me encontraba en el límite del territorio, el viento alborotando mi cabello mientras la luna llena se alzaba como una diosa muda sobre nosotros. Era irónico, siendo yo su tocaya, que la luna ya no me ofreciera consuelo, sino advertencia.
—No bajes la guardia, Luna —me dijo Kael a mi derecha, su tono grave y su mirada tan aguda como siempre—. Hay movimiento entre los árboles.
—Lo sé —respondí, aunque la verdad era que lo sentía desde que me había levantado esa mañana. Ese tipo de vibración que te recorre el cuerpo y te dice “algo va a pasar, y no te va a gustar”.
Las tensiones con Magnus habían escalado de forma imparable desde que se reveló su traición. Su sed de poder, su ego herido… era como enfrentar a un animal acorralado. Uno que no tenía nada que perder.
Y yo tenía tanto.
Mi manada. Aiden. Nosotros.
No había espacio para errores.
—¿Llevaste a los centinelas a las posiciones acordadas? —le pregunté a Kael, sin dejar de mirar la línea de árboles que nos separaba de la oscuridad del bosque.
—Sí. Pero Luna… —me miró con una mezcla de duda y protección, esa que tanto me irritaba cuando sentía que me veían como frágil—. No deberías estar aquí en el frente.
Lo miré. Lento.
—Soy la Alfa. Aquí es exactamente donde debo estar.
Él asintió, resignado. Y yo fingí que no vi su preocupación.
Esa noche fue solo el principio. El preludio de una tormenta.
Durante los siguientes días, nos sumergimos en reuniones estratégicas, mapas, turnos de vigilancia y adiestramiento. No había descanso. Ni margen para dudas.
Y sin embargo, las tenía.
Cada vez que veía a uno de los cachorros correr por el patio sin entender que su mundo podía derrumbarse en cualquier momento. Cada vez que veía a Aiden pasar una mano por su nuca con esa tensión que apenas disimulaba cuando me miraba.
Él quería protegerme. Y eso… eso lo hacía más peligroso que cualquier enemigo. Porque cuando se trataba de mí, Aiden no pensaba. Actuaba. Con el corazón primero y las garras después.
—No estás sola, Luna —me dijo una noche, después de una reunión particularmente dura—. Cárgalo conmigo.
—¿Y si no puedo más? —pregunté, sin querer que la vulnerabilidad asomara, pero ya era tarde.
Aiden se acercó. Me rodeó con sus brazos. Apoyó su frente contra la mía.
—Entonces yo podré por los dos.
Ese fue el problema con amar. Te hacía querer ser invencible. Y yo ya no podía permitirme quiebres.
Y luego llegó el día.
No hubo anuncio. No hubo tregua.
Solo un rugido lejano y el sonido inconfundible de la batalla arrancando con violencia.
Todo pasó tan rápido que apenas tuve tiempo de maldecir. La emboscada fue brutal. Nos atacaron por el flanco este, justo donde se suponía que teníamos refuerzos.
Pero los refuerzos nunca llegaron.
—¡Aiden! —grité por el vínculo mental—. Nos están cercando. El claro, ¡corre al claro!
Sentí su energía desplazarse en dirección contraria a la mía. La conexión entre nosotros vibró con una intensidad que me hizo apretar los dientes. Quería estar con él. Verlo. Saber que respiraba.
Pero tenía que pelear.
Clavé las garras en el lomo de uno de los invasores y lancé un aullido que hizo temblar el aire. Era un llamado. Una orden. Una advertencia.
—¡Defiendan el límite! ¡No dejen pasar a nadie más!
El caos rugía a nuestro alrededor. Olor a sangre. A rabia. A traición.
Vi a Kael caer, herido en el hombro. Vi a una de las centinelas más jóvenes resistir con los ojos brillando de miedo y coraje. Y vi, en un instante congelado en el tiempo, a Magnus. De pie entre los árboles. Observándome.
Su sonrisa era pura oscuridad.
Corrí hacia él. No con la furia de una loba desatada. Corrí con toda la calma fría de una Alfa que ha tenido suficiente.
Pero no lo alcancé.
Una nube de humo, un destello y desapareció.
Y entonces, por un segundo…
El mundo pareció enmudecer.
El viento cesó. La sangre en mis venas se congeló.
—Aiden… —susurré, sintiendo el lazo temblar. Debilitado. Difuso.
Corrí como si el infierno me siguiera. Atravesé ramas, raíces, heridas que no sentía porque lo único que importaba era él.
Cuando lo encontré, estaba en el suelo. Rodeado de enemigos vencidos. Con una herida en el costado y los ojos entrecerrados.
—Luna… —su voz era apenas un susurro—. Lo sabía. Vendrías.
—¿Qué creías? ¿Que iba a dejar que te fueras sin mí, idiota? —Me arrodillé, las lágrimas amenazando con salir, pero negándose a hacerlo. No ahora. No todavía.
Aiden sonrió. Esa sonrisa suya que me mataba. Incluso cubierto de sangre. Incluso al borde del colapso.
—Luces hermosa… cuando estás furiosa.
—Y tú luces como un idiota cuando tratas de pelear solo.
Apoyé mi mano sobre su pecho, sintiendo el latido débil, pero presente.
—Vamos a salir de esta. ¿Me oyes? Tú y yo.
Él asintió.
Y yo me prometí que nada, ni la guerra, ni el poder, ni la muerte, nos separaría.
Horas después, cuando el campo de batalla se había silenciado y nuestros guerreros curaban sus heridas, me quedé sentada en la puerta de la cabaña donde descansaba Aiden. Observando el cielo.
Las estrellas no brillaban como solían hacerlo. Pero estaban ahí. Persistentes.
—Luna —susurró Kael, acercándose con paso cojo—. El enemigo se retiró. Por ahora. Hemos ganado tiempo.
Asentí. Pero no sentí victoria. Solo un alivio momentáneo. La guerra no había terminado.
Y sin embargo, cuando volví a mirar hacia la puerta y sentí el calor del vínculo entre Aiden y yo encenderse lentamente otra vez, supe algo con certeza:
No importa cuán oscuro se vuelva el camino, siempre seguiré adelante.
El silbido de las hojas agitadas por el viento me hace girar con los sentidos encendidos. Cada sombra parece más densa, cada sonido más afilado. Mi lobo interior está en alerta constante, a punto de saltar. No soy solo yo; todos en la manada caminan con los colmillos apretados y los ojos escudriñando la oscuridad.
—Estás temblando —murmura Aiden desde mi izquierda, con esa voz baja que siempre logra colarse debajo de mi piel, justo donde arde.
—No es miedo. Es furia contenida —respondo sin mirarlo, pero sintiendo cómo su cercanía me ancla y a la vez me incita a estallar.
Aiden es un caos silencioso. Uno que me conoce demasiado bien. Uno que ve más allá de las órdenes que doy, de las estrategias que dibujo sobre la mesa de guerra. Él me ve a mí. Y en momentos como este… eso es tan reconfortante como insoportable.
Nos acercamos al claro donde se suponía que encontraríamos a nuestro informante, uno de los pocos subalternos de Magnus que se atrevió a enviarnos una advertencia. Solo que, como siempre con las sombras, nada es lo que parece.
—¿Ves algo? —le pregunto a Elijah, que se ha adelantado un par de pasos.
—Demasiado silencio —gruñe él, olfateando el aire—. Huele a trampa.
Un susurro atraviesa los árboles como un cuchillo. Y antes de que podamos reaccionar, los arbustos estallan con figuras encapuchadas.
—¡Atrás! —grito, activando el vínculo mental con los centinelas más cercanos.
El mundo estalla en movimiento. Aiden ya está a mi lado, sus garras extendidas, su cuerpo entre el mío y el ataque. Odio y agradezco esa manía suya de protegerme como si yo fuera una flor de cristal. Pero soy mucho más que eso.
Mi instinto toma el control. Cambio de forma en un parpadeo, mi lobo empujando desde dentro como una tormenta. La sangre me canta en los oídos mientras derribo al primero que se lanza sobre mí, su aliento huele a muerte y traición.
—¡No los dejen rodearnos! —ordeno, mi voz más pensamiento que sonido.
El claro se convierte en un campo de caos. Garras, gruñidos, el crujido de huesos y ramas bajo el peso de cuerpos en lucha.
Aiden está cubriéndome la espalda, sus movimientos precisos, letales. Nos hemos peleado. Nos hemos amado. Hemos discutido sobre estrategias, sobre confianza, sobre la presión que recae sobre ambos. Pero en el campo de batalla, funcionamos como uno solo. Y eso… eso me aterra tanto como me emociona.
Cuando el último atacante cae, jadeamos en medio de los restos. No son de los nuestros. Sus insignias son de Magnus, pero lo que más me inquieta no es quiénes eran, sino lo que traían consigo.
Uno de ellos llevaba un sello con el símbolo de nuestra antigua manada. La que me rechazó. La que ahora parece haberse aliado con nuestro enemigo.
—¿Lo ves? —le muestro el emblema a Aiden, que se ha limpiado la sangre del rostro y ahora me observa con ojos oscuros—. Esto es más que una guerra de territorios.
—Esto es personal —dice él, su mandíbula apretada—. Magnus está jugando con tus cicatrices.
—Con nuestras cicatrices —corrijo, con el pulso todavía acelerado por la lucha y la rabia.
No me da tiempo a tranquilizarme. Un gruñido de dolor llega desde los árboles. Es uno de nuestros centinelas. Corro hacia él, con Aiden pisándome los talones.
Elijah está tendido en el suelo, su pecho subiendo y bajando con dificultad.
—Lo… lo vi —balbucea—. Uno de ellos no era de Magnus. Era… uno de los tuyos, Luna. De los que te criaron. Te vendieron.
La palabra se clava como una lanza helada en mi pecho.
Vendieron.
Aiden me mira. No dice nada, pero su mirada lo grita todo. Lo sabíamos. Lo temíamos. Ahora es real.
Me arrodillo junto a Elijah y tomo su mano.
—Resiste. No te vas a ir ahora. ¿Me oyes? No después de lo que hicimos juntos. No después de soportar todo esto.
Sus ojos brillan por un instante antes de cerrarse.
Lo perdemos.
Y yo… siento que algo dentro de mí se rompe con un chasquido seco y final.
No lloro. No aún. Estoy demasiado enfadada. Demasiado encendida por dentro.
—Vamos a reunirnos con los demás —le digo a Aiden, poniéndome de pie—. No hay tiempo para más pérdidas.
—Luna…
—No —lo corto—. No me mires así. No me hables como si fuera a quebrarme. Porque si lo hago, no vamos a sobrevivir a esto. Necesito mi rabia ahora. Necesito que me dejes usarla como escudo.
Aiden aprieta los puños. Duda. Pero luego asiente.
—Entonces úsala bien. Porque la oscuridad no se detendrá. Y nosotros tampoco podemos.
Volvemos al campamento al amanecer, con el cielo teñido de sangre y ceniza.
Me detengo en el centro, rodeada por los ojos de mi gente. Algunos con miedo, otros con respeto. Todos esperando algo de mí.
—Esto no ha terminado —digo en voz alta, dejando que mis palabras sean tan filosas como lo que siento—. Nos atacaron porque creen que pueden quebrarnos. Porque piensan que si apuntan a nuestras heridas, nos volveremos débiles. Pero no saben quién soy. No saben quiénes somos.
Silencio.
Y luego, una ovación.
No gritan por victoria. Gritan por rabia. Por dolor. Por lealtad.
Por mí.
Y entonces, por fin, lo entiendo: no soy la Luna que fue vendida. No soy la que fue rechazada. Soy la que sobrevivió. La que aprendió a usar sus cicatrices como armadura.
Aiden me toma de la mano, solo por un segundo. Su calor es un recordatorio de todo lo que tenemos en juego.
—¿Lista para seguir adelante? —me susurra.
—No importa cuán oscuro se vuelva el camino, siempre seguiré adelante.