15

La puerta de su cabaña estaba entornada.

Eso, en sí mismo, era raro. Aiden no dejaba nada sin asegurar. Ni su territorio, ni sus emociones, ni —mucho menos— su espacio. Era meticuloso hasta el punto de rozar lo paranoico. Lo sabía porque lo había observado, como quien espía a un depredador hermoso y peligroso desde la maleza, con una mezcla de fascinación y autopreservación.

Pero esta tarde, el Alfa no estaba. Y la puerta... estaba esperándome.

No sé en qué momento mis pies decidieron moverse sin pedir permiso a mi cabeza. Tal vez fue justo después de verlo entrenar con los suyos como un dios de guerra, con los músculos marcados por la tensión de cada movimiento, el sudor brillando como un perfume de deseo sobre su piel dorada. O tal vez fue después, cuando desapareció sin decir palabra, dejándome con la rabia palpitando en el pecho por la forma en que me había mirado al final del combate con Ira.

Como si ya no fuera solo una pupila.

Como si ahora él también estuviera… curioso.

—No estás bien —me susurré al empujar la puerta—. No deberías hacer esto.

El interior de la cabaña olía a bosque, cuero... y a él.

Un olor salvaje y terroso que se pegaba a la garganta como una caricia húmeda.

El lugar estaba desordenado, sí, pero no caótico. Había ropa sobre una silla, botas manchadas de barro junto a la chimenea, una jarra de metal volcada sobre la mesa, aún con unas gotas oscuras de café frío.

Y silencio.

Un silencio tan denso que sentí que podía arrancármelo de la piel con las uñas.

Crucé el umbral.

Cada paso era una transgresión.

Cada mirada, un roce invisible sobre lo prohibido.

Pasé los dedos por una chaqueta negra colgada del respaldo de una silla. El cuero estaba gastado, suave... y su olor me golpeó con la violencia de un recuerdo que nunca tuve. Inhalé, cerrando los ojos como una idiota. Y, por un segundo, imaginé que me envolvía con ella, con él, con todo ese calor masculino que me quemaba incluso cuando no estaba cerca.

—Estás enferma —murmuré, pero no solté la chaqueta.

Seguí caminando. Había libros desordenados, armas alineadas con precisión militar, mapas marcados con anotaciones en tinta negra y garabatos ilegibles. Una de las hojas estaba rasgada por la mitad.

Pero lo que llamó mi atención fue el cuaderno.

Pequeño, de t***s de cuero agrietado.

Casi escondido bajo un montón de papeles sin importancia.

Lo tomé con cuidado.

No porque respetara su privacidad —a estas alturas era obvio que eso no era lo mío—, sino porque algo en ese objeto parecía... íntimo. Como si el propio Aiden hubiese dejado una parte vulnerable entre sus páginas.

Lo abrí.

Notas.

Palabras sueltas.

Frases en desorden, algunas tachadas con furia.

“No hay redención en el deseo.”
“Un Alfa no cede. Jamás.”
“Ella huele a luna llena y tormenta.”

Mi corazón tropezó con su propio ritmo.

Seguí hojeando.

Dibujos. Bocetos rápidos. Garabatos en tinta azul.

Montañas, árboles, algo que parecía una garra.

Y, al final… una figura.

Una loba. Blanca.

De ojos tristes.

Mi respiración se quedó atrapada en los pulmones.

Era yo.

Dioses.

Era yo.

Las líneas eran toscas, no perfectas. Pero había una ternura brutal en ese trazo. Como si el dibujo hubiese nacido de una obsesión contenida. De una noche sin sueño. De un impulso que no pudo controlar.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Su voz.

Se me congeló la espalda.

El cuaderno cayó al suelo, abierto en la página de la loba.

Aiden estaba en el umbral.

Mojado. Camisa abierta. Respiración acelerada.

Y su mirada...

Su mirada era un incendio a punto de devorarme viva.

—Yo… —empecé, pero mis palabras se derritieron como cera caliente entre nosotros.

—¿Estás husmeando? —preguntó, lento. Peligroso.

Di un paso atrás. Pero no fue miedo. Fue estrategia. Instinto. Una parte muy antigua de mí comprendía que estaba ante una bestia que no se detenía hasta cazar lo que deseaba.

—La puerta estaba abierta.

—Y eso te da derecho a invadir mi espacio, tocar mis cosas… husmear mis pensamientos.

—¿Tus pensamientos? —repliqué, con la barbilla en alto—. No te creía capaz de tenerlos.

Error.

Grave.

Aiden dio un paso hacia mí. Yo otro hacia atrás.

El juego del cazador y la presa.

Solo que esta vez, la presa tenía los colmillos al descubierto.

—¿Te gusta hurgar en lo prohibido, Luna? —su voz era un murmullo grave, áspero, y tan cerca que podía sentir cómo vibraba entre mis costillas.

Mi espalda chocó con la pared. Él no me tocó.

Pero estaba en todas partes.

Su olor.

Su calor.

Su mirada de sombra y deseo.

—¿Y si sí? —susurré.

No sé de dónde salió esa voz. Era la mía, sí, pero empapada de un coraje estúpido y una necesidad peligrosa.

Aiden alzó una ceja. Sonrió. O algo que se pareció mucho a eso.

—Entonces, deberías saber que lo prohibido muerde.

Su mano subió, lenta. Solo hasta mi mejilla. No me tocó. Apenas rozó el aire entre nosotros. Pero el gesto bastó para que mi piel se erizara, toda.

Sus dedos detuvieron su viaje a un milímetro de mi mandíbula.

Y no bajó la mano.

—No tenías derecho a ver ese dibujo.

—Tampoco tú a hacerme sentir como si… como si fueras a arrancarme el alma cada vez que me miras.

—Entonces estamos a mano.

Su pulgar tocó mi labio inferior.

Y esa caricia fue peor que un beso. Más cruel. Más profunda.

Porque no lo hizo para seducirme.

Lo hizo para demostrarme que podía tenerme así.

Temblando.

Temblando sin siquiera desnudarnos.

—No quiero esto —dije. Pero mis labios rozaron su pulgar al hablar, contradiciéndome de la forma más humillante posible.

—Mientes muy mal.

—¿Y tú qué sabes de mí?

—Lo suficiente como para saber que si te beso ahora… no me detendrás.

Mi pecho subía y bajaba como si hubiese corrido hasta aquí.

Y lo odiaba.

Lo odiaba por hacerme sentir.

—¿Y si te muerdo? —susurré, con la voz quebrada en deseo y rabia.

Aiden bajó la mano. Pero no se alejó.

Me sostuvo la mirada.

Y se inclinó, apenas.

Su aliento rozó mi cuello.

—Entonces, será justo. Porque yo planeo hacer lo mismo.

Silencio.

Respiración.

El maldito latido desbocado de mi corazón contra su pecho, sin siquiera tocarlo.

—Deberías irte —dijo, pero no sonó como una orden.

Sonó como una súplica.

Y no me moví.

No aún.

No porque no pudiera.

Sino porque ya no estaba segura de querer ser la presa.

Tal vez esta vez…

El lobo estaba a mi alcance.

Tal vez esta vez, la que cazaría sería yo.

Mi respiración era un desastre. Una mezcla entre jadeo contenido y súplica muda.

Él seguía ahí. Tan cerca que cada centímetro de aire entre nosotros dolía.

Y no me tocaba.

Ese era su maldito poder. Podía hacerme temblar con la sola amenaza de una caricia.

Un maestro del autocontrol.

Un castigo con forma de hombre.

Yo no me movía.

Y él… tampoco.

—Deberías irte —repitió, pero esta vez, su voz sonó más tensa. Como si se estuviera clavando las uñas en las palmas para no acercarse más.

O para no hacer algo de lo que se arrepintiera.

—¿Por qué no me echas tú? —desafié, sin reconocerme a mí misma.

Mi voz tenía filo. Estaba cargada de una valentía que no era del todo mía, nacida de ese impulso rebelde que él me despertaba sin pedir permiso.

—No eres de los que se quedan mirando, ¿verdad? Alfa.

Él me miró.

Y fue como si algo se rompiera dentro de su pecho. Una grieta apenas visible… pero estaba ahí.

—Porque si te toco ahora… no voy a poder parar.

La frase cayó entre nosotros como un rayo en una noche sin luna.

Lo entendí todo.

Él estaba conteniéndose.

No por debilidad. No por desinterés.

Sino porque, si se permitía ceder, no habría marcha atrás.

Y en algún lugar muy oscuro de mí, ese pensamiento me excitó más que cualquier roce.

—Entonces tócame.

Su mandíbula se tensó. Vi cómo su cuello latía.

Un músculo debajo de su oreja palpitó como un tambor de guerra.

Y luego se echó hacia atrás. Un solo paso. Como si se obligara a recordar quién era. Qué era.

—No me provoques, Luna.

—No te estoy provocando. Estoy eligiendo.

—¿A mí? —su risa fue baja, amarga—. No sabes lo que estás diciendo.

Me incliné hacia él, a un suspiro de distancia.

Y lo dije.

Susurrando.

De forma que solo nuestros pecados escucharan.

—Sí sé. Quiero saber qué se siente cuando me tocas. Quiero saber si tu piel quema más que tu mirada.

Él cerró los ojos.

Fue un segundo. Apenas una respiración contenida.

Pero fue suficiente para que entendiera que lo tenía atrapado.

El lobo.

El Alfa.

El intocable.

Aiden.

Y entonces, en un movimiento tan rápido como salvaje, me giró contra la pared.

Su cuerpo no me tocó.

Pero sus manos estaban a ambos lados de mi cabeza.

Encerrándome.

Sus ojos eran fuego.

Su respiración, un rugido contenido.

—No sabes en qué diablos te estás metiendo.

—Lo sabré si me lo muestras.

Su nariz rozó mi sien.

Su aliento descendió por mi cuello, tibio, denso, cargado de furia y deseo.

—Tú tienes la culpa —murmuró, como si hablase para sí mismo—. No debería haberte dibujado.

—¿Por qué lo hiciste? —mi voz apenas era un murmullo.

No respondió.

Solo bajó un poco más, hasta mi clavícula, sin tocarme aún.

Podía sentir su autocontrol estirarse como un cable a punto de romperse.

—A veces… necesito sacar lo que me quema por dentro —dijo, al fin—. Y tú… Luna, tú ardes. Me quemas sin siquiera intentarlo.

—Entonces déjame arder contigo.

Sus labios rozaron mi cuello.

Apenas un roce. Apenas un castigo.

Mi cuerpo reaccionó como si me hubiera golpeado un rayo.

Estaba perdida.

Y lo peor era que no quería ser salvada.

Pero justo cuando pensé que iba a rendirse, que iba a empujarme contra la pared y devorarme como ambos sabíamos que deseaba hacer…

Él se separó.

De golpe.

Como si se hubiese quemado.

Sus ojos aún ardían, pero ahora eran un pozo de culpa.

—No puedo.

Mi mundo se desmoronó en silencio.

Lo miré, sin disimular la confusión que me quemaba por dentro.

—¿Por qué?

—Porque no soy bueno para ti.

—Eso lo decidiré yo.

—No, Luna. No entiendes. Tú aún tienes esperanza en los ojos. Aún tienes algo que no puedo tocar sin destruir.

—Entonces rómpelo.

—Ya estoy roto.

Silencio.

Silencio y el latido atronador de mi corazón.

—Entonces rómpeme contigo —susurré.

Sus ojos se oscurecieron como si esas palabras hubiesen rasgado la última barrera entre nosotros.

Pero aún no se acercó.

Y yo…

Yo me odié por la lágrima traicionera que me cayó por la mejilla.

Una sola.

Silenciosa.

Él la vio.

Y ahí sí se quebró.

—Mierda…

Sus dedos la atraparon antes de que llegara a mis labios.

Su tacto fue suave.

Demasiado suave para un hombre hecho de acero.

—No llores por mí —dijo. Su voz era apenas aire. Apenas él.

—No estoy llorando por ti —mentí.

Él me creyó.

O quiso hacerlo.

Dio un paso atrás. Luego otro.

Como si necesitara poner océanos entre nuestras pieles.

—Vete, Luna. Antes de que me olvide de por qué no debo tocarte.

Lo miré.

Una última vez.

Y me fui.

Pero la imagen de la loba blanca, dibujada con trazo tembloroso en su cuaderno, ardía como una promesa detrás de mis párpados.

Él ya me había tocado.

Solo que aún no lo sabía.

Y yo…

Yo ya no tenía escapatoria.

Porque el olor de su piel…

Era un veneno del que no quería curarme.

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