La puerta de su cabaña estaba entornada.
Eso, en sí mismo, era raro. Aiden no dejaba nada sin asegurar. Ni su territorio, ni sus emociones, ni —mucho menos— su espacio. Era meticuloso hasta el punto de rozar lo paranoico. Lo sabía porque lo había observado, como quien espía a un depredador hermoso y peligroso desde la maleza, con una mezcla de fascinación y autopreservación.
Pero esta tarde, el Alfa no estaba. Y la puerta... estaba esperándome.
No sé en qué momento mis pies decidieron moverse sin pedir permiso a mi cabeza. Tal vez fue justo después de verlo entrenar con los suyos como un dios de guerra, con los músculos marcados por la tensión de cada movimiento, el sudor brillando como un perfume de deseo sobre su piel dorada. O tal vez fue después, cuando desapareció sin decir palabra, dejándome con la rabia palpitando en el pecho por la forma en que me había mirado al final del combate con Ira.
Como si ya no fuera solo una pupila.
Como si ahora él también estuviera… curioso.
—No estás bien —me susurré al empujar la puerta—. No deberías hacer esto.
El interior de la cabaña olía a bosque, cuero... y a él.
El lugar estaba desordenado, sí, pero no caótico. Había ropa sobre una silla, botas manchadas de barro junto a la chimenea, una jarra de metal volcada sobre la mesa, aún con unas gotas oscuras de café frío.
Y silencio.
Crucé el umbral.
Cada paso era una transgresión.
Pasé los dedos por una chaqueta negra colgada del respaldo de una silla. El cuero estaba gastado, suave... y su olor me golpeó con la violencia de un recuerdo que nunca tuve. Inhalé, cerrando los ojos como una idiota. Y, por un segundo, imaginé que me envolvía con ella, con él, con todo ese calor masculino que me quemaba incluso cuando no estaba cerca.
—Estás enferma —murmuré, pero no solté la chaqueta.
Seguí caminando. Había libros desordenados, armas alineadas con precisión militar, mapas marcados con anotaciones en tinta negra y garabatos ilegibles. Una de las hojas estaba rasgada por la mitad.
Pero lo que llamó mi atención fue el cuaderno.
Lo tomé con cuidado.
Lo abrí.
Notas.
“No hay redención en el deseo.”
“Un Alfa no cede. Jamás.”
“Ella huele a luna llena y tormenta.”
Mi corazón tropezó con su propio ritmo.
Dibujos. Bocetos rápidos. Garabatos en tinta azul.
Una loba. Blanca.
Mi respiración se quedó atrapada en los pulmones.
Dioses.
Las líneas eran toscas, no perfectas. Pero había una ternura brutal en ese trazo. Como si el dibujo hubiese nacido de una obsesión contenida. De una noche sin sueño. De un impulso que no pudo controlar.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Su voz.
Se me congeló la espalda.
Aiden estaba en el umbral.
Y su mirada...
—Yo… —empecé, pero mis palabras se derritieron como cera caliente entre nosotros.
—¿Estás husmeando? —preguntó, lento. Peligroso.
Di un paso atrás. Pero no fue miedo. Fue estrategia. Instinto. Una parte muy antigua de mí comprendía que estaba ante una bestia que no se detenía hasta cazar lo que deseaba.
—La puerta estaba abierta.
—Y eso te da derecho a invadir mi espacio, tocar mis cosas… husmear mis pensamientos.
—¿Tus pensamientos? —repliqué, con la barbilla en alto—. No te creía capaz de tenerlos.
Error.
Aiden dio un paso hacia mí. Yo otro hacia atrás.
El juego del cazador y la presa.
—¿Te gusta hurgar en lo prohibido, Luna? —su voz era un murmullo grave, áspero, y tan cerca que podía sentir cómo vibraba entre mis costillas.
Mi espalda chocó con la pared. Él no me tocó.
Su olor.
—¿Y si sí? —susurré.
No sé de dónde salió esa voz. Era la mía, sí, pero empapada de un coraje estúpido y una necesidad peligrosa.
Aiden alzó una ceja. Sonrió. O algo que se pareció mucho a eso.
—Entonces, deberías saber que lo prohibido muerde.
Su mano subió, lenta. Solo hasta mi mejilla. No me tocó. Apenas rozó el aire entre nosotros. Pero el gesto bastó para que mi piel se erizara, toda.
Sus dedos detuvieron su viaje a un milímetro de mi mandíbula.
—No tenías derecho a ver ese dibujo.
—Tampoco tú a hacerme sentir como si… como si fueras a arrancarme el alma cada vez que me miras.
—Entonces estamos a mano.
Su pulgar tocó mi labio inferior.
Y esa caricia fue peor que un beso. Más cruel. Más profunda.
Porque no lo hizo para seducirme.
Temblando.
—No quiero esto —dije. Pero mis labios rozaron su pulgar al hablar, contradiciéndome de la forma más humillante posible.
—Mientes muy mal.
—¿Y tú qué sabes de mí?
—Lo suficiente como para saber que si te beso ahora… no me detendrás.
Mi pecho subía y bajaba como si hubiese corrido hasta aquí.
—¿Y si te muerdo? —susurré, con la voz quebrada en deseo y rabia.
Aiden bajó la mano. Pero no se alejó.
Y se inclinó, apenas.
—Entonces, será justo. Porque yo planeo hacer lo mismo.
Silencio.
—Deberías irte —dijo, pero no sonó como una orden.
Y no me moví.
No porque no pudiera.
Tal vez esta vez…
Tal vez esta vez, la que cazaría sería yo.
Mi respiración era un desastre. Una mezcla entre jadeo contenido y súplica muda.
Yo no me movía.
—Deberías irte —repitió, pero esta vez, su voz sonó más tensa. Como si se estuviera clavando las uñas en las palmas para no acercarse más.
—¿Por qué no me echas tú? —desafié, sin reconocerme a mí misma.
Él me miró.
—Porque si te toco ahora… no voy a poder parar.
La frase cayó entre nosotros como un rayo en una noche sin luna.
Lo entendí todo.
Y en algún lugar muy oscuro de mí, ese pensamiento me excitó más que cualquier roce.
—Entonces tócame.
Su mandíbula se tensó. Vi cómo su cuello latía.
—No me provoques, Luna.
Me incliné hacia él, a un suspiro de distancia.
—Sí sé. Quiero saber qué se siente cuando me tocas. Quiero saber si tu piel quema más que tu mirada.
Él cerró los ojos.
El lobo.
Aiden.
Y entonces, en un movimiento tan rápido como salvaje, me giró contra la pared.
Sus ojos eran fuego.
—No sabes en qué diablos te estás metiendo.
—Lo sabré si me lo muestras.
Su nariz rozó mi sien.
—Tú tienes la culpa —murmuró, como si hablase para sí mismo—. No debería haberte dibujado.
—¿Por qué lo hiciste? —mi voz apenas era un murmullo.
No respondió.
Solo bajó un poco más, hasta mi clavícula, sin tocarme aún.
—A veces… necesito sacar lo que me quema por dentro —dijo, al fin—. Y tú… Luna, tú ardes. Me quemas sin siquiera intentarlo.
—Entonces déjame arder contigo.
Sus labios rozaron mi cuello.
Mi cuerpo reaccionó como si me hubiera golpeado un rayo.
Estaba perdida.
Y lo peor era que no quería ser salvada.
Pero justo cuando pensé que iba a rendirse, que iba a empujarme contra la pared y devorarme como ambos sabíamos que deseaba hacer…
De golpe.
Sus ojos aún ardían, pero ahora eran un pozo de culpa.
—No puedo.
Mi mundo se desmoronó en silencio.
—¿Por qué?
—Porque no soy bueno para ti.
—No, Luna. No entiendes. Tú aún tienes esperanza en los ojos. Aún tienes algo que no puedo tocar sin destruir.
—Entonces rómpelo.
Silencio.
—Entonces rómpeme contigo —susurré.
Sus ojos se oscurecieron como si esas palabras hubiesen rasgado la última barrera entre nosotros.
Y yo…
Una sola.
Él la vio.
—Mierda…
Sus dedos la atraparon antes de que llegara a mis labios.
—No llores por mí —dijo. Su voz era apenas aire. Apenas él.
—No estoy llorando por ti —mentí.
Él me creyó.
Dio un paso atrás. Luego otro.
—Vete, Luna. Antes de que me olvide de por qué no debo tocarte.
Lo miré.
Pero la imagen de la loba blanca, dibujada con trazo tembloroso en su cuaderno, ardía como una promesa detrás de mis párpados.
Él ya me había tocado.
Y yo…
Porque el olor de su piel…