La puerta de su cabaña estaba entornada.
Eso, en sí mismo, era raro. Aiden no dejaba nada sin asegurar. Ni su territorio, ni sus emociones, ni —mucho menos— su espacio. Era meticuloso hasta el punto de rozar lo paranoico. Lo sabía porque lo había observado, como quien espía a un depredador hermoso y peligroso desde la maleza, con una mezcla de fascinación y autopreservación.
Pero esta tarde, el Alfa no estaba. Y la puerta... estaba esperándome.
No sé en qué momento mis pies decidieron moverse sin pedir permiso a mi cabeza. Tal vez fue justo después de verlo entrenar con los suyos como un dios de guerra, con los músculos marcados por la tensión de cada movimiento, el sudor brillando como un perfume de deseo sobre su piel dorada. O tal vez fue después, cuando desapareció sin decir palabra, dejándome con la rabia palpitando en el pecho por la forma en que me había mirado al final del combate con Ira.
Como si ya no fuera solo una pupila.
Como si ahora él también estuviera… curioso.
—No es